Aquella tarde, el mar se parecía,
enormemente azul, a lo lejano:
al azul que de niño se perdía
adentro de los ojos, de mirarlo.
No es fácil penetrar un continente
con la esperanza atada a los pañuelos.
Armado de la propia artesanía
y la ausencia alojada en el silencio.
Un hombre es un país. Un hombre tiene
el rostro al modo de sus propios sueños:
cuando entra a residir en su aventura
se le muere la muerte allá a lo lejos.
La cosa no fue huir sino buscarse,
aunque venía huyendo cuando vino:
también allá vivió por las orillas,
cambió de nombre, se agregó al olvido.
Cuando partió besando para siempre
la luz, la madre, el amoroso idioma,
cayó en el horizonte y los adioses
y a partir de ese rumbo fue gaviota.
Pepe Gaviota, solo, entró a la tierra
tañendo su lenguaje campanario:
en la paciencia de la agricultura
preñó a la tierra y a la Pancha Alfaro.
Asuntos de familia, situaciones,
o ese modo jugoso de la Pancha,
tal vez la soledad toda la noche
y el vino en la memoria como lámpara.
Porque la soledad llueve en la lluvia
y la tarde lastima por la tarde
y el amor es tan hondo y a él caen
los puertos, los regresos y los barcos.
La cosa era juntarse en el destino,
haber nacido para padre y madre.
Quién sabe cómo fue. Pero allí mismo
la sangre que traía entró a la sangre.
La Pancha ya venía con el clima:
aroma a yuyo, a piel, a greda y agua
y el Pepe se quedó a sembrarle hijos
por las dulces caderas geográficas.
Así empezó la tierra a hacerse hombre,
aturdida de pájaros nupciales,
humildemente agreste, labradora,
molinera y redonda como panes.
Fundar un patio, un niño, un día entero,
fue una aventura vigorosa y tierna.
Era fundarse aquí, irse quedando,
olvidar, empezar, hacerse América.
Así, de dos naufragios, de dos olas,
de dos golpes de vida, de dos sangres,
se estableció la patria de lo hermoso:
el nacimiento de los arrabales.
De: Los compadres del horizonte
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