Una casa, un jardín,
no son lugares:
giran, van y vienen.
Sus apariciones
abren en el espacio
otro espacio,
otro tiempo en el tiempo.
Sus eclipses
no son abdicaciones:
nos quemaría
la vivacidad de uno de esos instantes
si durase otro instante.
Estamos condenados
a matar al tiempo:
así morimos,
poco a poco.
Un jardín no es un lugar.
Por un sendero de arena rojiza
entramos en una gota de agua,
bebemos en su centro verdes claridades,
por la espiral de las horas
ascendemos
hasta la punta del día
descendemos
hasta la consumación de su brasa.
Fluye el jardín en la noche,
río de rumores.
Aquel de Mixcoac, abandonado,
cubierto de cicatrices,
era un cuerpo
a punto de desplomarse.
Yo era niño
y el jardín se parecía a mi abuelo.
Trepaba por sus rodillas vegetales
sin saber que lo habían condenado.
El jardín lo sabía:
esperaba su destrucción
como el sentenciado el hacha.
La higuera era la diosa,
la Madre.
zumbar de insectos coléricos,
los sordos tambores de la sangre,
el sol y su martillo,
el verde abrazo de innumerables brazos.
La incisión del tronco:
el mundo se entreabrió.
Yo creí que había visto a la muerte:
la otra cara del ser,
la vacía,
el fijo resplandor sin atributos.
Se agolpan, en la frente del Ajusco,
las blancas confederaciones.
Ennegrecen,
son ya una masa cárdena,
una protuberancia enorme que se desgarra:
el galope del aguacero cubre todo el llano.
Llueve sobre lavas:
danza el agua
sobre la piedra ensangrentada.
Luz, luz:
substancia del tiempo y sus inventos.
Meses como espejos,
uno en el otro reflejado y anulado.
Días en que no pasa nada,
contemplación de un hormiguero,
sus trabajos subterráneos,
sus ritos feroces.
Inmerso en la luz cruel,
expiaba mi cuerpo-hormiguero,
espiaba
la febril construcción de mi ruina.
Élitros:
el afilado canto del insecto
corta las yerbas secas.
Cactos minerales,
lagartijas de azogue en los muros de adobe,
el pájaro que perfora el espacio,
sed, tedio, tolvaneras,
impalpables epifanías del viento.
Los pinos me enseñaron a hablar solo.
En aquel jardín aprendí a despedirme.
Después no hubo jardines.
Un día,
como si regresara,
no a mi casa,
al comienzo del Comienzo,
llegué a una claridad.
Espacio hecho de aire
para los juegos pasionales
del agua y de la luz.
Diáfanas convergencias:
del gorjeo del verde
al azul más húmedo
al gris entre brasas
al más llagado rosa
al oro desenterrado.
Oí un rumor verdinegro
brotar del centro de la noche: el nim.
El cielo,
con todas sus joyas bárbaras,
sobre sus hombros.
El calor era una mano inmensa que se cerraba,
se oía el jadeo de las raíces,
la dilatación del espacio,
el desmoronamiento del año.
El árbol no cedía.
Grande como el monumento a la paciencia,
justo como la balanza que pesa
la gota de rocío,
el grano de luz,
el instante.
Entre sus brazos cabían muchas lunas.
Casa de las ardillas,
mesón de los mirlos.
La fuerza es fidelidad,
el poder acatamiento:
nadie acaba en sí mismo,
un todo es cada uno
en otro todo,
en otro uno.
El otro está en el uno,
el uno es otro:
somos constelaciones.
El nim, enorme,
sabía ser pequeño.
A sus pies
supe que estaba vivo,
supe
que morir es ensancharse,
negarse es crecer.
Aprendí,
en la fraternidad de los árboles,
a reconciliarme,
no conmigo:
con lo que levanta, me sostiene, me deja caer.
Me crucé con una muchacha.
Sus ojos:
el pacto del sol de verano con el sol de otoño.
Partidaria de acróbatas, astrónomos, camelleros.
Yo de fareros, lógicos, sadúes.
Nuestros cuerpos
se hablaron, se juntaron y se fueron.
Nosotros nos fuimos con ellos.
Era el monzón.
Cielos de yerba machacada
y el viento en armas
por las encrucijadas.
Por la niña del cuento,
marinera de un estanque en borrasca,
la llamé Almendrita.
No un nombre:
un velero intrépido.
Llovía,
la tierra se vestía y así se desnudaba,
las serpientes salían de sus hoyos,
la luna era de agua,
el sol era de agua,
el cielo se destrenzaba,
sus trenzas eran ríos desatados,
los ríos tragaban pueblos,
muerte y vida se confundían,
amasijo de lodo y de sol,
estación de lujuria y pestilencia,
estación del rayo sobre el árbol de sándalo,
tronchados astros genitales
pudriéndose
resucitando en tu vagina,
madre India,
India niña,
empapada de savia, semen, jugos, venenos.
A la casa le brotaron escamas.
Almendrita:
llama intacta entre el culebreo y el ventarrón,
en la noche de hojas de banano
ascua verde,
hamadríada,
yakshi:
risas en el matorral,
manojo de albores en la espesura,
más música
que cuerpo,
más fuga de pájaro que música,
más mujer que pájaro:
sol tu vientre,
sol en el agua,
agua de sol en la jarra,
grano de girasol que yo planté en mi pecho,
ágata,
mazorca de llamas en el jardín de huesos.
Chiang-Tseu le pidió al cielo sus luminarias,
sus címbalos al viento,
para sus funerales.
Nosotros le pedimos al nim que nos casara.
Un jardín no es un lugar:
es un tránsito,
una pasión.
No sabemos hacia dónde vamos,
transcurrir es suficiente,
transcurrir es quedarse:
una vertiginosa inmovilidad.
Las estaciones,
oleaje de los meses.
Cada invierno
una terraza sobre el año.
Luz bien templada,
resonancias, transparencias,
esculturas de aire
disipadas apenas pronunciadas:
¡sílabas,
islas afortunadas!
Engastado en la yerba
el gato Demóstenes es un carbón luminoso,
la gata Semíramis persigue quimeras,
acecha
reflejos, sombras, ecos.
Arriba,
sarcasmos de cuervos;
el urogallo y su hembra,
príncipes desterrados;
la upupa,
pico y penacho, un alfiler engalanado;
la verde artillería de los pericos;
los murciélagos color de anochecer.
En el cielo
liso, fijo, vacío,
el milano
dibuja y borra círculos.
Ahora,
quieto
sobre la arista de una ola:
un albatros,
peñasco de espuma.
Instantáneo,
se dispersa en alas.
No estamos lejos de Durban
(allí estudió Pessoa).
Cruzamos un petrolero.
Iba a Mombasa,
ese puerto con nombre de fruta.
(En mi sangre:
Camoens, Vasco de Gama y los otros...)
El jardín se ha quedado atrás.
¿Atrás o adelante?
No hay más jardines que los que llevamos dentro.
¿qué nos espera en la otra orilla?
Pasión es tránsito:
la otra orilla está aquí,
luz en el aire sin orillas,
prajnaparamita,
Nuestra Señora de la Otra Orilla,
tú misma,
la muchacha del cuento,
la alumna del jardín.
Olvidé a Nagarjuna y a Dharmakirti
en tus pechos,
en tu grito los encontré,
Maithuna,
dos en uno,
uno en todo,
todo en nada,
¡sunyata,
plenitud vacía,
vacuidad redonda como tu grupa!
Los cormoranes:
sobre un charco de luz
pescan sus sombras.
La visión se disipa en torbellinos,
hélice de diecisiete sílabas
dibujada en el mar
no por Basho:
por mis ojos, el sol y los pájaros,
hoy, hacia las cuatro,
a la altura de Mauritania.
Una ola estalla:
mariposas de sal.
Metamorfosis de lo idéntico.
A esta misma hora
Delhi y sus piedras rojas,
su río turbio,
sus domos blancos,
sus siglos en añicos,
se transfiguran:
arquitecturas sin peso,
cristalizaciones casi mentales.
Desvanecimientos,
alto vértigo sobre un espejo.
El jardín se abisma.
Ya es un nombre sin substancia.
Los signos se borran:
yo miro la claridad
De: Ladera Este
Hacia el comienzo
(1964-1968)
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