Era de madrugada.
Después de retirada la piedra con trabajo,
Porque no la materia sino el tiempo
Pesaba sobre ella,
Oyeron una voz tranquila
Llamándome, come un amigo llama
Cuando atrás queda alguno
Fatigado de la jornada y cae la sombra.
Hubo un silencio largo.
Así lo cuentan ellos que lo vieron.
Yo no recuerdo sino el frío
Extraño que brotaba
Desde la tierra honda, con angustia
De entresueño, y lento iba
A despertar el pecho,
Donde insistió con unos golpes leves,
Avido de tornarse sangre tibia.
En mi cuerpo dolía
Un dolor vivo o un dolor soñado.
Era otra vez la vida.
Cuando abrí los ojos
Fue el alba pálida quien dijo
La verdad. Porque aquellos
Rostros ávidos, sobre mí estaban mudos,
Mordiendo un sueño vago inferioir al milagro,
Come rebaño hosco
Que no a la voz sino a la piedra atiende,
Y el sudor de sus frentes
Oí caer pesado entre la hierba.
Alguien dijo palabras
De nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
Ni vientre fecundado
Que crea con dolor nueva vida doliente.
Sólo anchas vendas, lienzos amarillos
Con olor denso, desnudaban
La carne gris y fláccida como fruto pasado;
No el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
Sino el cuerpo de un hijo de la muerte.
El cielo rojo abría hacia lo lejos
Tras de olivos y alcores;
El aire estaba en calma.
Mas tremblaban los cuerpos,
Como las ramas cuando el viento sopla,
Brotando de la noche con los brazos tendidos
Para ofrecerme su propio afán estéril.
La luz me remordía
Y hundí la frente sobre el polvo
Al sentir la pereza de la muerte.
Quise cerrar los ojos,
Buscar la vasta sombra,
La tiniebla primaria
Que su venero esconde bajo el mundo
Lavando de vergüenzas la memoria.
Cuando un alma doliente en mis entrañas
Gritó, por las oscuras galerías
Del cuerpo, agria, desencajada,
Hasta chocar contra el muro de los huesos
Y levantar mareas febriles por la sangre.
Aquel que con su mano sostenía
La lámpara testigo del milagro,
Mató brusco la llama,
Porque ya el día estaba con nosotros.
Una rápida sombra sobrevino.
Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos
Llenos de compasión, y hallé temblando un alma
Donde mi alma se copiaba inmensa,
Por el amor dueña del mundo.
Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,
El borde de una túnica incolora
Plegada, resbalando
Hasta rozar la fosa, como un ala
Cuando a subir tras la luz incita.
Sentí de nuevo el sueño, la locura
Y el error de estar vivo
Siendo carne doliente día a día.
Pero él me había llamado
Y en mí no estaba ya sino seguirle.
Por eso, puesto en pie, anduve silencioso,
Aunque todo para mí fuera extraño y vano,
Mientras pensaba: así débieron ellos,
Muerto yo, caminar llevádome a tierra.
La casa estaba lejos;
Otra vez vi sus muros blancos
Y el ciprés del huerto.
Sobre el terrado había una estrella pálida.
Dentro no hallamos lumbre
En el hogar cubierto de ceniza.
Todos le rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
La palabra hermandad sonaba falsa,
Y de la imagen del amor quedaban
Sólo recuerdos vagos bajo el viento.
El conocía que todo estaba muerto
En mí, que yo era un muerto
Andando entre los muertos.
Sentado a su derecha me veía
Como aquél que festejan el retorno.
La mano suya descansaba cerca
Y recliné la frente sobre ella
Con asco de mi cuerpo y alma.
Así pedí en silencio, como se pide
A Dios, porque su nombre,
Más vasto que los templos, los mares, las estrellas,
Cabe en el desconsuelo del hombre que está solo,
Fuerza para llevar la vida nuevamente.
Así rogué, con lágrimas,
Fuerza de soportar mi ignorancia resignado,
Trabajando, no para mi vida ni mi espíritu,
Mas por una verdad en aquellos ojos entrevista
Ahora. La hermosura es paciencia.
Sé que el lirio del campo,
Tras de su humilde oscuridad en tantas noches
Con larga espera bajo tierra,
Del tallo verde erguido a la corola alba
Irrumpe un día en gloria triunfante.
De: Las nubes
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