Ni rencores ni perdón.
¡No me grites. No me llores!
¡lo nuestro ya se acabó!.
¿Rencores? ¿Por qué rencores?
¡No le da a mi señorío
guardarle rencor a un río
que fue regando mis flores!
Tú me diste los mejores
cristales de tu corriente,
y no sería decente
maldecirte por despecho
si sé que tienes derecho
a dar o a negar la fuente.
¡Debo estarte agradecido
por tu generosidad!
Tú me diste por bondad
lo que yo di por cumplido:
Me brindaste tu latido,
tu boca nunca besada,
tu carne nunca estrenada,
tus ojos siempre esperando
con dos ojeras temblando
debajo de la mirada;
me diste el primer te quiero,
que es el que más atosiga,
y llenita de fatiga
me diste el beso primero.
Y hasta que llegó a tu alero
aquel mal viento ladrón,
yo sé que tu corazón
fue mío por vez primera,
y sólo mía la acera
debajo de tu balcón.
Por eso, yo, bien nacido,
no te odio ni te aborrezco,
¡al contrario!, te agradezco
todo cuanto me has querido.
No me importa si te has ido
con tu barca hacia otro mar,
que yo no te puedo odiar
por esta mala partida;
porque odiar es en la vida
un cierto modo de amar.
No vengas ahora a mi lado
para pedirme perdón,
el perdón es la razón
de volver a lo pasado,
¡y lo pasado acabado!
¿qué pasó?... ¿por qué pasó?
¡Déjame que viva yo
sin perdón y sin rencores!
Porque por más que me llores...
¡lo nuestro ya se acabó!
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