Es así que la casa deshabitada, por la tarde, suena de pronto
como el cordaje de un barco.
Vibran a solas los cristales vacíos, la penumbra quisiera
conmovernos,
y el animal pequeño, el de lustrosa piel en los rincones, trémulo
huye, como siempre, a los altos distantes.
Es aquí donde decíamos: qué tiempo maldito hace debajo
de los álamos, suerte que vino usted a tiempo, buenas tardes,
oh padre, qué mala noche, qué buen día siempre.
Aquí, en el umbral que los nortes menudos de las puertas asuelan
de gris y leve polvo,
alguno de nosotros, los de casa, debe
vestir los pesarosos, los oscuros
ropajes del sacrificio para decir: aquí esperaba, y aquí cosía mamá
sus misteriosas telas blancas,
y aquí entró aquel día el tímido lagarto, y aquí a mosca extraña
que zumbaba, y aquí la sombra y los cubiertos, y aquí el
fuego, y aquí el agua.
Porque llega una hora en que todas las casas se despueblan de sus
ruidos mortales
y las vidrieras son frías como esos invernaderos desolados, lisos
ojos de muerto, que nadie supo nunca donde quedan,
es preciso que alguien, alguno de nosotros, venga y diga:
los cubiertos de casa, qué se hicieron, alguien sin duda
los ha robado.
Grave silencio, sobre mi hombro descansas como el peso
conmovedor de una muchacha sollozante.
Es así que ahora todo nos falta. Si alguien nos ofreciera un poco
de café nos salvábamos
porque la casa deshabitada es adusta como la justicia del fin
y el viento que pasea por los altos no es sino el viento,
las estancias no son más que las estancias de la casa vacía
y es como si no hubiese venido nadie, como si nadie mirase los
recintos del hombre, bajo los astros.
De: Poemas escogidos
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