Camina como un dragón caído que fue despojado del fuego y de las alas. Sobreviviente de una raza de gigantes, hoy luce el agazapado apetito de la demora, el lento, hastiado zigzaguear de un pesimista. Es una piedra en el centro del desierto. Hay otro tiempo detrás de sus ojos. Sólo parece esperar la noche de un interminable crepúsculo. Su sangre es fría y necesita al sol para recordar que vive. No conoce la tibieza ni la piedad. El mundo que aún habita derrocó su dinastía y él aborrece a este enfriado planeta como se aborrecen dos viejos y cansados enemigos. Aseguran que su carne es curativa o venenosa, según el humor de quien la ingiere. En el mediodía del mundo, sus rascacielos huesos fueron la formidable forma de la fuerza. Hoy son pequeños y casi cobardes. Ya no lanzan fuego: de su hocico asoma sólo una tensa lengua roja que tiene menos del dragón que del ajolote; pero sus pupilas aún conservan el brillo prehistórico del ámbar, y parecen mirarnos desde el fin del mundo.
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