«
Debieran dividir con una tiza el mundo,
separarlo en cuadrículas pequeñas
que sirvan para un cuerpo, para
un hombre solamente,
¿no sobramos ya muchos?,
y a todos los demás darnos la mano
y desearnos mejor suerte en la guerra. »
El aire distribuye, igual que siempre,
sobre la tierra su piedad y su música;
a las tres de la tarde,
la plomada pregunta, los niveles nivelan
y al compás del trabajo piensa el hombre;
«Es mejor, compañero,
dejarse ya de guerras y políticas,
los Estados Unidos y los rusos
y acordarnos en cambio del abuelo
sentado, bajo un chopo o una higuera,
con cara de barbecho, silencioso.
Ayúdame a amarrar las cruces de este andamio,
ten precaución, sujeta fuerte, no sea
que por mirar un pájaro pararse
o una muchacha hermosa en su ventana
no queden bien seguros estos postes.
Ata fuerte la soga por los nudos,
los amarillos puños de esparto,
que a lo peor, cuando estemos arriba,
perdemos pie de pronto trabajando
y no sirve la fuerza y nos caemos».
No era aquel el momento
de censurar los tiempos tan difíciles,
sino de levantar aquel andamio
mientras el sol mandaba por las calles.
«Compañero,
es mejor ver el trigo allá en los campos
que ver fundir el oro,
es mejor ir al puerto de los barcos de vela
que al de los submarinos,
pero agarra,
vamos a ver si atamos este andamio
mucho mejor que aquel del accidente,
cuando murió el compadre de las barbas
en paz, amigo mío
que fue bueno y de Dios, que era creyente
para no ser tan pobre como era.
Ata fuerte la soga por los nudos,
los amarillos puños del esparto. »
Allí no se trataba
de pasarse de listos ni de tontos,
sino de atar mejor aquel andamio
y comprender que el más sabio es el tiempo.
De: Una señal de amor
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