Tendido en un jergón de la humilde morada
del escriba Fakhr-el-Din,
Luis de Francia, noveno de su nombre,
ausculta la noche del delta.
Los pies descalzos de los centinelas
pisan el polvo del desierto que llega con el viento.
Insomne, el prisionero ha vigilado paso a paso la invasión
de las sombras. Los más leves susurros se han ido apagando
hasta dejarlo inmerso en el ámbito de tinieblas
que palpitan en un aleteo de lienzos sin límites.
Reza el Rey y pide a Dios que tenga clemencia
de su gente ahora que todo ha terminado.
Un sordo dolor corroe su vigilia. Por virtud de la encendida
palabra del Rey Santo, caballeros y siervos
burgueses y campesinos, gentes de a pie y de a caballo,
acudieron de todos los rincones de Francia.
Ahora quedan en el campo, ración para los buitres,
o gimen en las galeras del infiel.
Sólo algunos grupos en derrota consiguieron
embarcar rumbo a Malta y a Chipre.
Tal fue la batalla a orillas de Bar-al-Seghir.
Un servidor de la escritura, Dios lo bendiga,
ha dado asilo al más grande Rey de Occidente.
Prisionero del Sultán de Egipto, yace
en un mísero lecho al amparo de la morada
de Fakhr-el-Din en un oscuro arrabal de Al-Mansurâh.
El prisionero supo acoger la hospitalidad del escriba
con la clara sonrisa de los bienaventuradas
y la austera gentileza del abuelo de Borbones y Trastámaras.
La brega de varios días de incesante batallar
lo ha dejado sin más fuerzas que la de su alma
señalada por la mano del Altísimo.
La noche va borrando las heridas de su conciencia,
va disolviendo la desfallecida miseria de su desaliento.
Un centinela se asoma por la ventana
pero retira presuroso la mirada
al ver que Luis se ha vuelto hacia él.
De ese cuerpo desmayado y sin fuerzas
se desprende la inefable energía de los santos:
sin armas, con las ropas desgarradas, sucias de lodo y sangre,
es más sobrecogedora aún y más patente
la augusta majestad de su presencia.
Ningún trono podría realzar mejor
le especial condición de sus virtudes
que este desastrado jergón cedido
por Fakhr-el Din modesto escriba en Al-Mansurâh.
Reza el Rey y pide por su gente, por el orden de su reino,
porque se cumpla en él la promesa del Sermón de la Montaña.
El agua desciende por el delta
en un silencio de aceites funerales.
Se dijera que la noche ha confundido
el curso del tiempo en la red de sus tinieblas incansables.
Luis de Francia, noveno de su nombre, mueve apenas
los labios en callada plegaria y se entrega
en manos del que todo lo dispone
en la vasta misericordia de sus designios.
Su pecho se alza en un hondo suspiro
y comienza a entrar mansamente en el sueño de los elegidos.
De: Un homenaje y Siete nocturnos
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