I
EN EL PARTAL
Hace tanto la música ha callado.
Sólo el tiempo
en las paredes, en las leves columnas,
en las inscripciones de los versos
de Ibn Zamrak
que celebran la hermosura del lugar,
sólo el tiempo
cumple su tarea
con leve,
sordo roce
sin pausa ni destino.
Al fondo,
ajenos a toda mudanza,
el Albaicín
y las pardas colinas de olivares.
Carmen lanza migas de pan
en el estanque
y los peces acuden en un tropel
de escamas desteñidas por los años.
Inclinada sobre el agua,
sonríe al desorden que ha creado
y su sonrisa,
con la tenue tristeza que la empaña,
suscita la improbable maravilla:
en un presente de exacta plenitud
vuelven los días de Yusuf,
el Nasrí,
en el ámbito intacto de la Alambra.
II
UN GORRIÓN EN EL MENSHUAR
Entre un tropel y otro de turistas
la calma ceremoniosa vuelve al Meshuar.
El sol se demora en el piso y un tibio silencio
se expande por el ámbito donde embajadores, visires,
funcionarios, solicitantes, soplones y guerreros
fueron oídos antaño por el Comendador de los Creyentes.
Por una de las ventanas que dan al jardín
entra un gorrión que a saltos se desplaza
con la tranquila seguridad de quien se sabe
dueño sin émulo de los lugares.
Vuelve hacia nosotros la cabeza
y sus ojos dos rayos de azabache
nos miran con altanero descuido.
En su agitado paseo por la sala
hay una energía apenas contenida,
un dominio de quien está más allá
de los torpes intrusos que nada saben
de la teoría de reverencias, órdenes, oraciones,
tortuosos amores y ejecuciones sumarias,
que rige en estos parajes en donde la ajena incuria,
propia de la triste familia de los hombres,
ha impuesto hoy su oscuro designio, su voluntad de olvido.
Vuela el gorrión entre el laborioso artesonado
y afirma, en la minuciosa certeza de sus desplazamientos,
su condición de soberano detentador
de los más ocultos y vastos poderes.
Celador sin sosiego de un pasado abolido
nos deja de súbito relegados al mísero presente
de invasores sin rostro, sin norte, sin consigna.
Irrumpe el rebaño de turistas. Se ha roto el encanto.
El gorrión escapa hacia el jardín.
Y he aquí que, por obra de un velado sortilegio
los severos, autoritarios gestos del inquieto centinela
me han traído de pronto la pálida suma
de encuentros, muertes, olvidos y derogaciones,
el suplicio de máscaras y mezquinas alegrías
que son la vida y su agria ceniza segadora.
Pero también han llegado,
en la dorada plenitud de ese instante,
las fieles señales que, a mi favor,
rescatan cada día el ávido tributo de la tumba:
mi padre que juega billar en el café "Lion DOr" de Bruselas,
las calles recién lavadas camino del colegio en la mañana,
el olor del mar en el verano de Ostende,
el amigo que murió en mis brazos cuando asistíamos al circo,
la adolescente que me miró distraída mientras
colgaba a secar la ropa al fondo de un patio de naranjos,
las últimas páginas de "Victory" de Joseph Conrad,
las tardes en la hacienda de Coello con su cálida tiniebla
repentina,
el aura de placer y júbilo que despide la palabra marianao,
la voz de Ernesto enumerando la sucesión de soberanos
sálicos,
la contenida, firme, inmensa voz de Gabriel en una sala
de Estocolmo,
Nicolás señalando las virtudes de la prosa de Taine,
la sonrisa de Carmen ayer en el estanque del Partal;
éstas y algunas otras dádivas que los años
nos van reservando con terca parsimonia
desfilaron convocadas por la sola maravilla
del gorrión de mirada insolente y gestos de monarca,
dueño y señor en el Meshuar de la Alhambra.
III
EN LA ALCAZABA
El desnudo rigor castrense de estos muros,
tintos de herrumbre y llaga, sin inscripciones
que celebren su historia, mudos
en el adusto olvido de anónimos guerreros,
sólo consigue evocar la rancia rutina
de la guerra, esa muerte sin rostro,
ese cansado trajín de las armas,
las mañanas a la espera de las huestes
africanas, cuya algarabía ensordece
y abre paso a un pánico que pronto
ha de tornarse vértigo de ira sin esclusas
y así hasta cuando llega la noche
sembrada de hogueras, relinchos y susurros
que prometen para el alba un nuevo
y fastidioso trasiego con la sangre
que escurre en el piso como una savia
lenta, como un torpe y viscoso camino
de infortunio. Y un día un aroma de naranjos,
las voces de mujeres que bajan al río
para lavar sus ropas y bañarse,
el vaho que sube de las cocinas y huele
a cordero, a laurel y a especies capitosas,
el sol en las almenas y el jubiloso restallar
de las insignias, anuncian el fin de la brega
y el retiro de los imprevisibles sitiadores.
Y así un año y otro año
y un siglo y otro siglo,
hasta dejar en estos aposentos,
donde resuena la voz del visitante
en la húmeda penumbra sin memoria,
en estos altos muros oxidados de sangre
y liquen y ajenos también e indescifrables,
esa vaga huella de muchas voces,
de silencios agónicos, de nostalgias
de otras tierras y otros cielos,
que son el pan cotidiano de la guerra,
el único y ciego signo del soldado
que se pierde en el vano servicio de las armas,
pasto del olvido, vocación de la nada.
De: Los emisarios
|