| Cada día levanto,entre mi corazón y el sufrimiento
 que tú sabes hacer, una delgada
 pared, un muro simple.
 Con trabajo solícito,
 con material de paz, con silenciosos
 bienamados instantes, alzo un muro
 que rompes cada día.
 
 No estás para saberlo. Cuando a solas
 camino, cuando nadie
 puede mirarme, pienso en ti; y entonces
 algo me das, si tú saberlo, tuyo.
 Y el amor me acongoja,
 me lleva de tu mano a ser de nuevo
 el discípulo fiel de la amargura,
 cuando desesperadamente trato
 de estar alegre.
 
 Porque soy un hombre aguanto sin quejarme
 que la vida me pese;
 porque soy hombre, puedo. He conseguido
 que ni tú misma sepas
 que estoy quebrado en dos, que disimulo;
 que no soy yo quien habla con las gentes,
 que mis dientes se ríen por su cuenta
 mientras estoy, aquí detrás, llorando.
 
 Yo sé que inútilmente
 me defiendo de ti; que sin trabajo
 me tomas por la fuerza, o me sobornas
 con tu sola presencia. Estoy vencido.
 Ni siquiera podrías evitarlo.
 Hasta en mi contra, estoy de parte tuya:
 soy tu aliado mejor cuando me hieres.
 
 Amiga a la que amo: no envejezcas.
 Que se detenga el tiempo sin tocarte;
 que no te quite el manto
 de la perfecta juventud. Inmóvil
 junto a tu cuerpo de muchacha dulce
 quede, al hallarte, el tiempo.
 
 Si tu hermosura ha sido
 la llave del amor, si tu hermosura
 con el amor me ha dado
 la certidumbre de la dicha,
 la compañía sin dolor, el vuelo,
 guárdate hermosa, joven siempre.
 
 No quiero ni pensar lo que tendría
 de soledad mi corazón necesitado,
 si la vejez dañina, prejuiciosa
 cargara en ti la mano,
 y mordiera tu piel, desvencijara
 tus dientes, y la música
 que mueves, al moverte, deshiciera.
 
 Guárdame siempre en la delicia
 de tus dientes parejos, de tus ojos,
 de tus olores buenos,
 de tus brazos que me enseñas
 cuando a solas conmigo te has quedado
 desnuda toda, en sombras,
 sin más luz que la tuya,
 porque tu cuerpo alumbra cuando amas,
 más tierna tú que las pequeñas flores
 con que te adorno a veces.
 
 Guárdame en la alegría de mirarte
 ir y venir en ritmo, caminando
 y, al caminar, meciéndote
 como si regresaras de la llave del agua
 llevando un cántaro en el hombro.
 
 Y cuando me haga viejo,
 y engorde y quede calvo, no te apiades
 de mis ojos hinchados, de mis dientes
 postizos, de las canas que me salgan
 por la nariz. Aléjame,
 no te apiades, destiérrame, te pido;
 hermosa entonces, joven como ahora,
 no me ames: recuérdame
 tal como fui al cantarte, cuando era
 yo tu voz y tu escudo,
 y estabas sola, y te sirvió mi mano.
 
 Porque yo estuve solo
 quiero pensar que tú estuviste sola.
 Que no te fuiste, que dormías.
 Que me dejaste sin dejarme,
 y me necesitabas
 para poder estar contenta.
 
 De cualquier modo, he recobrado
 mi lugar en el mundo: regresaste,
 te volviste accesible.
 
 Me devuelves el tiempo,
 el dolor, los caminos, la alegría,
 la voz, el cuerpo, el alma,
 y la vida y la muerte, y lo que vive
 más allá de la muerte.
 
 Me lo devuelves todo
 encarcelado en la apariencia
 de una mujer, tú misma, a la que amo.
 
 Volviste poco a poco, despertaste,
 y no te sorprendiste
 de encontrarme contigo.
 
 Y casi pude ver el último
 peldaño del secreto que subías
 al dormir, pues abriste
 muy despacio, muy plácidos tus ojos
 adentro de mis ojos que velaban.
 
 
 
 De: El manto y la corona
 
 |