Ni el cielo constelado de estrellas ni la ley
moral, urdida en la raíz del hombre.
No, a diferencia exacta de Kant, no me suscitan
tales contemplaciones
tales meditaciones, maravilla o asombro.
Me conmueve más bien la vastedad
del espacio, la inmensa
magnitud de los tiempos
y las cosas que son las que ocurren.
¡Tantas cosas! Orugas, tempestades,
hiedras alrededor de una columna
a medio derruir,
casitas suburbanas, tractores, incunables,
abrelatas, tratados de paz, mesas de bridge,
piedras semipreciosas, recetas de cocina
y más y más y más.
Y yo erigiéndome
en el centro del mundo
y sintiéndome el foco de la atención de todo
lo que existe o de aquel que lo creó
si es que lo que existe ha sido creado.
Y yo, coronación de siglos, en que el cambio
se llama evolución para darle un sentido
de perfeccionamiento y espiral
y no de anillo simple que se cierra.
Se llama evolución, por el mismo principio
utilitario por el que se vendan
los ojos a la mula de noria, vuelta y vuelta,
para que no se eche a morir de aburrimiento.
Se llama evolución y yo soy la cereza
puesta sobre la punta del helado.
Pero hay un problema que, a veces, me preocupa:
la piedra en el zapato,
el aire que se agita y me despeina
y el arañazo del que convalezco.
Es el Mal. Con Mayúscula. Es la prueba patente
de que en el Universo algo falló
y alguien tiene la culpa: Dios, el diablo,
nuestros primeros padres o los últimos.
Mas yo pago el rescate
con actos de bondad, con sufrimiento
para que se restaure el equilibrio
y todo continúe, como ahora, girando.
Esta idea, en verdad, me pasma y de esta
certidumbre intocable me sustento.
De: Poesía no eres tú
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