La ciudad se termina junto a un río sin sueño
baja, con su costumbre de muchacha de campo,
a mirarse en el agua, a dejar que en el agua
desemboquen los ríos más chicos de sus brazos.
La ciudad aún se olvida de su actual estatura
en estos terraplenes donde el tibio regazo
de la arena conserva restos, muertes, memorias,
últimas iniciales, vestigios despreciados;
la ciudad está hundida de amor en su cintura
y ama serenamente lo que ha sido ya amado.
Aquí el furor parece que ha mellado sus armas,
aquí el tiempo se puebla de enmudecidos cantos,
se creería posible ver el suelo cubierto
con la arboleda innúmera de los frutos vedados.
No suena el agua, calla su desnudez doncella;
se va buscando un poco de ternura, buscando
los ojos de los puentes, las redes de los juncos,
la caña abanderada, la sed de los caballos...
Mas todo lo que huye deja un rastro de fuego,
deja cuellos heridos, cabellos enredados;
lo que se va nos deja silencios que ensordecen
nuestro sosiego un día sorprendido y lejano.
Pasa el agua tremante, desvelada, sonámbula
va gozando una orilla donde no brillan astros,
donde sólo los cuerpos se besan con los cuerpos
donde casi se acercan las riberas, los labios.
Sí, todo lo que huye, como un dios elegido,
nos mira y se eterniza en todo lo mirado.
Se va el agua y nos deja la ciudad en lo hondo,
¡oh, pozo de Toledo, con Toledo manando!
Aquí estás. Tu caida nos arrastra contigo;
tu grito sin respuesta nos encuentra gritando
una tarde entre formas de silencio entre ramas
voladoras y unánimes de un gigantesco árbol.
Somos sólo una orilla; una orilla el quebrado
calor de los almendros, con el oculto timbre
de la cigarra -¿dónde la oí primero, cuándo...? -.
Estoy en la atalaya del Miradero; miro
cómo se acerca el río, tan quieto en sus meandros,
cómo piden ternura las torres de Galiana,
cómo eleva su pecho de oro San Servando...
Llegan ya los infantes de mi infancia; la pierna
desnuda entre los musgos; el pie hundiéndose blando
en el limo rojizo donde la hierba toca
las finas espadañas y el surco prolongado.
Bajo una clara urdimbre de nubes ligerísimas,
hacia Sanfont se tienden mis ojos, alanceando
los novillos del agua, que aceptarán sin queja
el yugo inevitable de los puentes romanos.
Alcántara en sus hombres jóvenes lleva al día,
y a trechos enrojece los pliegues de su manto;
San Martín que galopa bajo los cigarrales,
repartirá su capa de sombra lado a lado...
Ciudad, que en tus barandas me ves solo y atento,
que ni siquiera piedra soy desde mis estragos,
nada puedo ofrecerte que no sean palabras,
ciegas palabras...
Madre, llévame de la mano
De: Facultad de volver