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La bella durmiente

                                                                                   Aunque vengas mañana
                                                        en tu ausencia de hoy perdí algún reino


                                                                                                    Carlos Pellicer



Tal vez retornan aquellas imágenes,
abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza, nuestros
          primeros espejos ocultos allí,
y acariciamos temblado los labios de esa boca, que parece
          atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito,
pasamos los dedos por el suelo de esa frente, por la apariencia de
          las mejillas que se resisten a la revelación,
y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de
          nuestra antigua cabeza,
del deseo de esta mano con que aún acariciamos,
hemos perdido para entonces la cuenta
de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.

Tal vez retornan aquellas imágenes,
tal vez aparece lo que quisimos que fuera el amor,
la costumbre de acariciarnos desde lejos, las señales de espejo
          aprovechando cierto rayo de sol,
la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos
          peces
los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques
          abandonados.

Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así,
de imaginarnos así,
en secreto,
en aire no compartido,
en respiración por separado,
pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como
          alguien que mira hacia el mar
viendo desde su cama la pared de su cuarto.

Tal vez parece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo descaro
          y nuestro antiguo pudor,
nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado,
el delicioso escondite al que no hemos podido regresar
porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha
          cubierto de arena,
de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.

Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en
          nuestras distancias,
en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos,
referencias de un mundo asediado por su invención,
y nos tocamos y nos esperamos,
sonriendo sin remendio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por
          el sabor de lo irreal,
aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos.
(Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba
          de asistir a una ejecución en nuestra mirada),
y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de imágenes
          vamos a reconocernos.
Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos
          recuerdan o donde nos olvidan
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos.

Y nos reimos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra
          creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.

Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;
hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un
animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las
          alianzas de sus imágenes.

Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus
          piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que
          salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces, acobardada
          sin remedio desde entonces,
buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente;
y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado
          tarde
y el cadáver de su infancia se podría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos
su antiguo corazón.

Y no hay amargura en nosotros,
tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación,
porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día,
y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos,
no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en
          nuestras manos,
esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil;
esos niños han muerto, nuestras manos deberían separarse
para seguir siendo reales.

Mujer, mujer,
mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo?
¿Alguna pequeña señal? ¿La viste, la viste?

Mujer, "niña extraviada", "bella muchacha sin libertad",
frases manoseadas,
¿te sentiste conmigo la "niña extraviada"? ¿La "bella muchacha sin
          libertad"?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más?
¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaa a mi lado haciendo
          muecas y de la cual no te hablé?
¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?

Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal,
tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una inútil
          alusión al pasado,
mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas,
tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera
          posible,
mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
"En el patio de mi casa -dijiste- había unos pinos como éstos..."
Y no agregaste: "Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón
y plántalos en este anochecer..."
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía.

Sí, juntos mirábamos esos pinos;
si, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado
          del atrio,
cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que
          posiblemente no mirábamos,
tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el
          hacha con la misma belleza del amor,
en las montañas que sólo tu conocías,
en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.

Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada
          vez más oscuras, cada vez más lejanas,
y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de
          una mujer
que al quedarse desnuda se quedará invisible.
Juntos los dos, a punto de tomar el misterio,
a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus
          extensiones,
a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo
encantado
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado...
a punto solamente,
a punto de algo.

Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo quiénes
          éramos,
algo he sabido de aquellos dos,
vagamente o he oído en algún sitio de mis palabras, en algún laberinto
          de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,
hes empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro,
las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos
          desconocidos,
han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas
          realizaciones de que habla la Historia,
y esta frase se siente perdida...

Ya no sé quiénes somos;
en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz
de un movimiento crepuscular y vacío.
la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja,
pasan las aves que le faltaban a la noche...

Ya no sé quienes somos;
el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene
          retratos,
no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quienes somos;
tal vez mañana alguno de los dos lo sepa,
y tal vez entonces sea necesario sonreir, fingir que recordamos,
fingir que somos nosotros,
y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor
          del viento en sus ramas
escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los
          pinos;
ese anochecer cerrará las ventanas de sus propias imágenes
y será el dato falseado de su propia memoria.

Y ahora estos elementos, estas formas de decirnos adiós con
          imaginarias preguntas,
con fuego de artivicio, con imposibles pinos plantados en un patio,
con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y más
          arbitraria.
Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron
          de nuestra codicia en el mundo,
y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio
mientras mirábamos anochecer en los pinos,
o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada,
tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida
          que no acertamos a conocer,
y que tal vez, quién sabe,
fuimos por un instante
aquellos dos "que reinaron y vivieron muy felices"
según terminaba el libro de cuentos.




Selección: Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras


JOSÉ CARLOS BECERRA




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