Tenía una alberca regular,
cinco o seis canchas
de tenis,
una cafetería que daba
a un poco de jardín,
luego un frontón
y un gran salón de baile.
No era gran cosa,
su mejor época debió de ser,
por los cincuenta
o los sesenta,
mi padre se hizo socio
cuando ya estaba decayendo
lentamente,
como declinan las especies vivas.
Era aburrido
y en ciertas tardes de verano,
después de haber llovido,
cuando no había ni un alma,
tenía el aspecto de un asilo
para ancianos.
Era pequeño, casi íntimo,
y pese al nombre,
los italianos eran sólo cinco o seis,
lo cual lo aligeraba.
Ahí aprendí español
y tuve mis primeros dos o tres
amigos
con quienes me aburría
en las horribles sillas
de la alberca;
éramos malos para el tenis
y para las muchachas.
Le echábamos la culpa a un club
tan decaído.
Cuando avisaron que lo iban a vender
la mayoría fue emigrando
a clubes de más éxito.
Nosotros nos quedamos por inercia
contando el año que faltaba
para el cierre.
Lo detestábamos,
pero era nuestro ahora
que se volvió decrépito.
El pasto recubrió las canchas
desoladas
y el agua de la alberca
estaba siempre fría,
y yo, viendo ese paisaje muerto
y cada vez más solidario con el verde,
sentí que estaba radicando en México
de verás,
que era imposible regresar a Italia.
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