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Las calaveras de Posada

Ríen a subterráneas carcajadas.
Secas mandíbulas en los alvéolos de la noche;
mi madre no les teme, les reza con dulzura como a una maldad,
que dejen bajo las piedras sus pistolas,
semejante jarana, zapateos, hembras,
las guitarras apenas emiten un rumor de alimaña que escarba,
devoran frituras, vociferan,
no quieren perder la vida de los huesos,
acarician las esqueletas, cantan
con descomunales sombreros en punta
que protegen sus cráneos del sol de los muertos.

Este es el verano del cactus del desierto y la rata en la almohada:
¿qué le pasa a esa gente?
Seguro bebieron mucho tequila
o mordieron un ají bravo
para hacer tanta bulla en las familias.
Ni un pájaro queda, ni un suspiro
en la jaula vacía de sus costillas.

¿Quién toca para su fiesta el arpa de los placeres perdidos,
el sigue y sigue a la luz de un candil de burdel enterrado...?
¿Se bañaron en el río?
¿Durmieron en la arena de las gaviotas y vieron fornicar un
asno? ¿Olieron el sol en las hojas,
los rozó una pluma, una mano,
han mordido siquiera un higo para estar tan contentos...?

¡No importa! ¡No importa!
El lugar es un concilio de ebrios. No hay difuntos
en ese loquerío, quizás un módico albergue
para viajantes de comercio de la tumba y gentes
populares, vendedores de baratijas, bordadoras,
narradores de crímenes espantosos,
enanos tartamudos de los mercados,
un frenético foco de putas de ayer
azuzadas por la corriente del Golfo.
Un convite de petrificadas sandías.



De: Últimos soles


ENRIQUE MOLINA




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