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La bala del Centauro

Miro desde la barra la ebanistería
pomposa y centenaria y los espejos
                                   de azogue soñolientos
situados al oriente en el gran bar de La Ópera
—en su género, el solo arquitectónico supérstite
de nuestro desmedrado Centro Histórico—;
y me solazo con el cándido ademán de los turistas
                                   habituales
señalando hacia un punto del artesonado:
es el hueco del balazo eufórico
que Francisco Villa clavó allí con su matona
hace ya nueve décadas.

Pero en cambio, no hay noticia ni rastro en el
                                   famoso bebedero,
como en otros del mundo, de todos los
                                   innúmeros ilustres
que hayan libado, escrito, conversado aquí
desde el final del ochocientos a los
                                   albores del XXI.
(Hay huellas, bajo las varias manos de barniz,
ya lo hemos dicho, en estas mesas.)
Por lo pronto, el agujero fascinante
                                   se encuentra intacto
con la bala inane del Centauro al interior,
protegida por un aro de acero
que a la culta y la cosmopolita
                                   clientela indica el sitio,
sagrada herida y santa llaga revolucionaria
limpia de sangre, pero igualmente gloriosa
e inmortal que sus culpables
                                   hermanastras y hermanas.


De: A la caza del tigre: (antología personal)


EDUARDO LIZALDE




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