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Libro de la Torre (Selección)

                              I
Al principio, el verbo: un indefinido.
Tu lengua fue una sucesión de aoristos,
ése era el tiempo de los tuyos.
Algunos cantan las cosas,
pero a mí me corresponde ahora
cantar la ausencia de las cosas,
el surco de la nieve en la ceniza.


                              II
Estás desnuda ante el tiempo
y no te sirve la canción del mirlo ni la alondra.
¿Qué hay de tu propia canción?
¿Permanece el amor?
Hablas a la sombra que fuiste,
desmembrada en miles de fragmentos.
Puede haber peso, medida, dirección,
pero la suma de todos no eres tú.
¿Qué los unirá? ¿Qué podrá unirlos?
“El amor mueve las estrellas”, dijo Dante,
y antes que él lo dijeron muchos otros.
Y después de él, aun sin saberlo.
Puedo decir: recuerdo.
Recuerdo que la dicha es posible.


                              III
No todo lo evidente es real.
El sol se pone cada día,
la luna crece al llegar al horizonte.
Y sin embargo sabemos de otro modo.
La muerte te ha arrancado de mi lado
y no tengo certezas que me defiendan.
Mi llanto y mi desgarro son míos.
Pero en ellos está el dolor del mundo
y entiendo su letra y la tristeza de su música.
También el dolor es revelación.


                              IV
Caía la nieve de marzo
sobre el jardín, lenta y blanda.
¿Qué es el mar sin la mirada del náufrago?
La tarde apagada, la luz de las velas,
el fuego en la chimenea como viejo rito.
Un escenario que venía de lejos
con la ensoñación silenciosa de un gato.
Tanta belleza ajena a tanto dolor.
Y yo pido un milagro en medio de la noche
mientras acaricio su espalda tibia y amada.


                              VIII
Vacía y rota en pena noche,
sin forma de entender mi biografía,
frágil y cargada de memoria.
“Esto se acaba”, dijiste. Pero ¿se acaba?
He visto el limonero en flor
y las lilas meciéndose en el huerto.
Escribí tu muerte antes de hora.
Escribí tu muerte sin saber que era la tuya.
Escribí tu muerte: enmudeció la mía.


                              IX
Hay quien dice medir el dolor.
¿Cómo saber el peso de una lágrima?
¿Qué altura tiene la desesperación?
¿Cuánto ocupa la soledad? ¿Cuánto el desconsuelo?
Aquella noche no vi a Virgilio ni a Caronte
pero los dos supimos que era la última.
Necesito palabras para salvar este instante.


                              XI
¿Hasta dónde sube la escalera?
La espiral cónica que asciende
dibuja una torre bien extraña.
¿Sirve contar los escalones? Hay sol
y en las hojas anida la nostalgia.
Todo tiene un tiempo. “El hombre
es la medida de todas las cosas”.
Pero tú sabes de otras sendas.
Certeramente transito por caminos inciertos
y ejerzo mi libertad como el buscador de conchas.
Es así como nacen los sueños.


                              XII
Fuimos extranjeros en todas las ciudades,
extranjeros siempre bajo la misma luna.
Pero ¿qué amor necesita patria?
Los recuerdos palpitan en todos los rincones
y salen a mi encuentro en cualquier esquina:
parezco entonces un perro apaleado
que busca refugio cuando la lluvia arrecia.
Pues quedó todo de ti cuando no tengo nada.


                              XVI
Vuelves después de tres mil noches de ausencia,
tres mil noches cargadas de un silencio de losa.
Tienes las palabras de los que no hablarán nunca,
la mirada de los que no recuerdan la luz,
las manos de quienes ayudan a vivir y a morir.
Conoces las heridas más hondas.
¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu casa?
Ves a Perçeval callar tras la ventana.
Escribo para los que tienen esperanza,
para aquellos que conocen el sentido del viaje
y dan su corazón como semilla.
Escribo para los desesperados,
para los que se consumen en una estación de paso
y renuncian a oír de nuevo
el trepidar del tren a lo lejos.


                              XVIII
Vienes de un paisaje de verdes y hortensias,
de una tierra con nombre de archipiélago.
El viejo afilador aparece cada invierno
y su llamada serpentea en el aire
justo antes de caer la lluvia.
La tristeza no estaba en los trenes
ni en el mar embravecido ni en la niebla.
¿Quién puede saltar por encima de su sombra?
El agua quiere raíces,
cercados alrededor de una casa.
Si olvidas quién eres
llegará de nuevo la nostalgia
como un veneno lento de la tarde.


                              XXI
La ciencia es un acto de fe.
El océano de hoy fue volcán otro tiempo
y el cambio es lo único constante.
Nuestros pobres ojos habituados
creen normal y obligado el milagro permanente.
La vida estaba allí,
latía en el límite elíptico,
en el roce de tanta alegoría,
en la verdad del símbolo cuando al fin se comprende,
en la sonrisa dulce de la mujer del alquimista.


                              XXVI
Hoy es buen día para morir.
He amado de manera que no importa que me vaya.
Sé lo que germina con una vida nueva
y conozco la piedad, el miedo y la belleza.
He sentido qué se rompe
cuando agoniza en nuestros brazos el amor más hermoso
y he visto atardecer de muchas playas.
Qué decir de la lluvia, del salitre, de la brea,
del reflejo de la luz en el agua,
de la nieve en marzo,
del presentimiento furtivo del verano.


                              XXVII
Hoy es buen día para vivir.
Recibo el sol como un regalo imprevisto.
Hago con atención cosas sencillas,
cosas cargadas de razones importantes.
Siento la alegría en el corazón de Lena
y la luz de sus ojos repletos de asombro.
Cada acto, cada gesto, cada instante,
cobran sentido en un mundo que comienza.
También el abismo se agazapa tras mi puerta.
Gozo del mar, del bosque o del día nublado
y sé que no habrá otro si no es necesario.



De: Libro de la Torre, 2000.

Poemas proporcionados por la autora



CARMEN BORJA




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