Allá por los 60s trabajamos en la Editorial Abril. Ella en la revista Claudia y yo, en Sudameris, la in-house, como llaman hoy los cursis a las agencias de publicidad, cautivas o domésticas. Éramos amigos desde comienzos de los 50s. Olga tenÃa su escritorio junto a una ventana que daba a la avenida Alem, donde la visitaba para hablar de poesÃa o de tarot. Pero en el ChamberÃ, un emblemático café ubicado en Córdoba y San MartÃn, Olga se sentaba lejos de las ventanas, con nuestros amigos surrealistas, los poetas Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Juan Antonio Vasco y Julio Llinás.
A veces Olga llegaba acompañada de su voz profunda y sensual, de sus bellos ojos claros y se sentaba a tomar quizás un café y a fumarse un poema. Yo la veÃa envidioso de su inteligencia y de la dulzura como podÃa escribir:
Pero un dÃa la codicia terrestre esgrimió la verdad como un relámpago.
A veces Olga era toda ausencia. En ocasiones cuando la veÃa sentada entre Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini, creo haber pensado en esa absurda cosa de las generaciones literarias. Olga pertenecÃa a la generación anterior a la mÃa, la del 40, junto a César Fernández Moreno, León Benarós, Vicente Barbieri y unos cuántos ausentes más, como Julio Cortázar y Manuel Mujica Lainez.
A mediados de los 50s, Olga compartió con unos amigos y el actor José MarÃa Gutiérrez, un bar literatoso -con canilla libre para el vino- que estaba ubicado en las inmediaciones del Paseo Colón. El boliche se llamaba La Fantasma y en él, pasé muchas noches soñando y viviendo amores en ocasiones posibles, mientras Olga en un rincón transgredÃa su realidad.
La realidad, sÃ, la realidad,
ese relámpago de lo invisible
que revela en nosotros la soledad de Dios.
Hace unos años, nuestra común amiga, la poeta MarÃa Meleck Vivanco me comentó en una carta que la salud de Olga, no era buena y que de alguna manera sobrevivÃa en soledad, la muerte de Valerio (Peluffo), su esposo. Le escribà entonces, una de esas cartas que intentan dar apoyo y hacer sentir a la distancia a un ser querido. Pero Olga que siempre amó la soledad, la heroica perduración de toda fe, el ocio donde crecen animales extraños y planta fabulosas, sólo se limitó a decirle a MarÃa, que me querÃa mucho y que siempre pensaba en mÃ, flaco y transparente, ausente de todas las ausencias, viajero sin regreso.
Olga es una de mis poetas preferidas, que desde siempre juzgó deleznable la parafernalia del mercado editorial, resultó ganadora por entonces y por unanimidad, del Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo.
Olga Orozco tenÃa 78 años y seguÃa viviendo en ese departamento donde nos vimos la última vez, sentados frente una pequeña mesa, entre paredes cubiertas de libros hasta el techo, un cuadro de nuestro amigo VÃctor Chab y otro de Seguà (Antonio), una bella reproducción de Matisse (el muy Henri), máscaras africanas, un antiguo grabado del zodÃaco, una cabeza de un indonésico Buda, y muchÃsimas plantas.
Cierro los ojos y al abrirlos repaso con felicidad, algunos poemas suyos, escritos en aquellos años en que a veces, al pie de una nueva noche, nos encontrábamos en el Chamberà o en la librerÃa Galatea:
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
que los cambiantes sueños. |