Corría los primeros años de los ’50 y por esas cosas de las ciudades como Buenos Aires, un muchachote como este memorioso escribidor lo era por entonces, encontrarse en la calle o en un café o en una librería con Miguel Ángel Asturias o con Rafael Alberti o con Witold Gombrowicz, era tan fácil como hacerlo como con Juan Carlos Onetti o con Octavio Paz o con Virgilio Piñera. Precisamente a Virgilio lo conocí cuando era funcionario de la Embajada de su país, Cuba, en Argentina, y solía reunirse con mi compañero de LRA Radio del Estado –hoy Radio Nacional- el crítico musical Carlos Coldaroli y con otros personajes de la locura porteña, como los patafísicos Esteban Facio y Álvaro Rodríguez. Piñera venía precedido de un alto honor, haber sido el director, por llamarlo de alguna manera, de un equipo de cerca de 50 escritores y poetas, que habían traducido la trascendental novela de Gombrowicz: Ferdydurke. (Traducido del polaco “vía el francés” que hablaba Witold y la mayoría de los traductores, no todos).
Buenos Aires era un hervidero de ideas artísticas, el mundillo culturoso iba del existencialismo a la política, pasando por el surrealismo, el invencionismo y el concretismo, la música atonal y el dodecafonismo. Muchos de los afectados por la fiebre cultural, pensaban viajar a París, cuna de todos los sueños y otros a Roma, para dedicarse al cine o algo parecido. Una de esas tardes en que la nada y la nausea jugaban parejo sobre las mesas del Florida Bar, se sentó en mi mesa para hacer tiempo, pues debía encontrarse con alguien. Hablamos de todo y de nada y como quien no quiere la cosa, hablamos de Asturias y su tropicalismo bananero y acto seguido puso en mis manos un libro que él llevaba consigo: El reino de este mundo, de Alejo Carpentier.
No recuerdo exactamente lo que me dijo Piñera, sólo recuerdo o quiero querer recordar, que todo el arte caribeño comenzó en la real corte haitiana de Henry Christophe, a la sombra verde y húmeda de Sans-Souci, que permanecía imponente e intacta aún a pesar de los rayos, los terremotos, los franceses, los haitianos y los yanquis. Hablamos naturalmente de Wilfrido Lam y de lo fantástico. Aquella tarde y gracias a Virgilio Piñera se me otorgaron las llaves de la lectura de Alejo Carpentier y de lo maravilloso obtenido sin trucos de prestidigitación, algo parecido a la vieja y embustera fórmula del fortuito encuentro de la máquina de coser y el paraguas sobre una mesa de operaciones.
Con El reino de este mundo en mi poder, regresé a mi casa, para asumir, a través de la lectura de Carpentier, una vez más los cantos de Lautréamont (hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas”) iniciando así una amistad con la obra de Carpentier que sigue impertérrita a lo largo de los últimos casi cincuenta años. Y todo gracias a Virgilio Piñera que una tarde supe se había marchado de Buenos Aires para regresar a su Cuba, donde junto a Lezama Lima –los dos grandes de la llamada generación de Orígenes- hizo de la poesía, su secreto refugio, en un mundo seudo revolucionario.
Nos quedan hoy sus obras para júbilo de las mejores letras cubanas y en lo personal, me queda la sombra de sus andares por la calle Florida en busca de la ausencia que supo cosechar en La Habana. También el agradecimiento de haber puesto en mi vida la obra de Carpentier y de Lezama Lima, también algunas canciones de Beny Moré, como Dolor y perdón, que tantas veces tararié en las no pocas vueltas de un amor…
(Concluyo esta Memoriabierta con las tres primeras líneas del poema de Virgilio Piñera, Solicitud de canonización de Rosa Cagí)
Por la presente tengo a bien dirigirme a usted
para solicitar una plaza de santa laica
en la Iglesia del Amor. |