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MEMORIABIERTA


por Jorge Carrol

Recuerdos y tributos a los poetas, novelistas, músicos, pintores, etc. conocidos de Jorge Carrol.




 
 

Olga Orozco

recuerdos del Café Chamberí

Por Jorge Carrol

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Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Matos Paoli, Eduardo Westphalen y Alvaro Mutis en la Residencia de Estudiantes de Madrid, España, 1991.


Allá por los 60s trabajamos en la Editorial Abril. Ella en la revista Claudia y yo, en Sudameris, la in-house, como llaman hoy los cursis a las agencias de publicidad, cautivas o domésticas. Éramos amigos desde comienzos de los 50s. Olga tenía su escritorio junto a una ventana que daba a la avenida Alem, donde la visitaba para hablar de poesía o de tarot. Pero en el Chamberí, un emblemático café ubicado en Córdoba y San Martín, Olga se sentaba lejos de las ventanas, con nuestros amigos surrealistas, los poetas Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Juan Antonio Vasco y Julio Llinás.

A veces Olga llegaba acompañada de su voz profunda y sensual, de sus bellos ojos claros y se sentaba a tomar quizás un café y a fumarse un poema. Yo la veía envidioso de su inteligencia y de la dulzura como podía escribir:

          Pero un día la codicia terrestre esgrimió la verdad como un relámpago.

A veces Olga era toda ausencia. En ocasiones cuando la veía sentada entre Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini, creo haber pensado en esa absurda cosa de las generaciones literarias. Olga pertenecía a la generación anterior a la mía, la del 40, junto a César Fernández Moreno, León Benarós, Vicente Barbieri y unos cuántos ausentes más, como Julio Cortázar y Manuel Mujica Lainez.

A mediados de los 50s, Olga compartió con unos amigos y el actor José María Gutiérrez, un bar literatoso -con canilla libre para el vino- que estaba ubicado en las inmediaciones del Paseo Colón. El boliche se llamaba La Fantasma y en él, pasé muchas noches soñando y viviendo amores en ocasiones posibles, mientras Olga en un rincón transgredía su realidad.

          La realidad, sí, la realidad,
          ese relámpago de lo invisible
          que revela en nosotros la soledad de Dios.

Hace unos años, nuestra común amiga, la poeta María Meleck Vivanco me comentó en una carta que la salud de Olga, no era buena y que de alguna manera sobrevivía en soledad, la muerte de Valerio (Peluffo), su esposo. Le escribí entonces, una de esas cartas que intentan dar apoyo y hacer sentir a la distancia a un ser querido. Pero Olga que siempre amó la soledad, la heroica perduración de toda fe, el ocio donde crecen animales extraños y planta fabulosas, sólo se limitó a decirle a María, que me quería mucho y que siempre pensaba en mí, flaco y transparente, ausente de todas las ausencias, viajero sin regreso.

Olga es una de mis poetas preferidas, que desde siempre juzgó deleznable la parafernalia del mercado editorial, resultó ganadora por entonces y por unanimidad, del Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo.
Olga Orozco tenía 78 años y seguía viviendo en ese departamento donde nos vimos la última vez, sentados frente una pequeña mesa, entre paredes cubiertas de libros hasta el techo, un cuadro de nuestro amigo Víctor Chab y otro de Seguí (Antonio), una bella reproducción de Matisse (el muy Henri), máscaras africanas, un antiguo grabado del zodíaco, una cabeza de un indonésico Buda, y muchísimas plantas.
Cierro los ojos y al abrirlos repaso con felicidad, algunos poemas suyos, escritos en aquellos años en que a veces, al pie de una nueva noche, nos encontrábamos en el Chamberí o en la librería Galatea:

          No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
          No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
          Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
          porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
          que los cambiantes sueños.


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Olga Orozco, 1970.

 

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