Dejando en mi aposento la lámpara encendida
salí sin darme cuenta.
Para mis ojos nuevos era desconocida
la calle polvorienta.
Me llenaba la boca, reseca de pasado,
un cosquilleo innúmero de vino repuntado.
Y hecha energía joven, mi lasitud longeva
se estiraba en mis brazos hacia la luna nueva.
Con la cara contenta,
silbando en la vereda lo encontré a mi vecino:
un buhonero alegre que cuando está de venta
canta por el camino.
Me senté sin palabras, como un hijo, a su lado;
cordialmente le puse la mano sobre el hombro;
y él, viejo inestimado,
se demudó de asombro.
Y aunque nada decía,
con los ojos clavados su pasmo confesaba:
¡ver sonreír al hombre que nunca sonreía!
¡ver a su lado al hombre que no lo saludaba!
Así, bajo la noche, con mutuo regocijo,
nuestra amistad sellamos de aquel extraño modo.
Él todo me lo dijo;
yo se lo dije todo.
Cuando volví dormías. A tu lado, sonriente,
me acosté con el frío que traje del camino.
Y te besé en la frente,
pensando, en mi ventura, que besaba al Destino.
De: Lunario santo
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