☰ menú
 
palabra virtual

Poesía amorosa del Siglo de Oro    
    Editora del fonograma:    
    Fidias, S.A.    
por Adolfo Marsillach    

    Este poema forma parte del acervo de la audiovideoteca
    de Palabra Virtual

Fábula de Polifemo y Galatea (Fragmentos)


Estas que me dictó rimas sonoras,
culta sí, aunque bucólica Talía
—¡oh excelso conde!— en las purpúreas horas
que es rosas la alba y rosicler el día,
ahora que de luz tu Niebla doras,
escucha al son de la zampoña mía,
si ya los muros no te ven, de Huelva
peinar el viento, fatigar la selva.

Donde espumoso el mar siciliano
el pie argenta de plata al Lilibeo,
bóveda o de las fraguas de Vulcano
o tumba de los huesos de Tifeo,
pálidas señas cenizoso un llano
—cuando no del sacrílego deseo—,
de el duro oficio da. Allí una alta roca
mordaza es a una gruta, de su boca.

De éste, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío,
y redil espacioso donde encierra
cuanto las cumbres ásperas, cabrío,
de los montes, esconde: copia bella
que un silbo junta y un peñasco sella.

Un monte era de miembros eminente
este que —de Neptuno hijo fiero—,
de un ojo ilustra el orbe de su frente,
émulo casi del mayor lucero;
cíclope a quien el pino más valiente,
bastón le obedecía, tan ligero,
y al grave peso junco tan delgado,
que un día era bastón y otro cayado.

Cera y cáñamo unió —que no debiera—
cien cañas, cuyo bárbaro ruido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo:
¡tal es la música de Polifemo!

Ninfa, de Doris hija la más bella,
adora, que vio el reino de la espuma.
Galatea es su nombre, y dulce en ella
el terno Venus de sus gracias suma.
Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma:
si roca de cristal no es de Neptuno
pavón de Venus es, cisne de Juno.

Purpúreas rosas sobre Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, Eritrea,
émula vana. El ciego dios se enoja,
y condenado su esplendor, la deja
prender en oro al nácar de su oreja.

Invidia de las Ninfas y cuidado
de cuantas honra el mar deidades, era,
pompa de el marinero niño alado
que sin fanal conduce su venera.
Verde el cabello, el pecho no escamado,
ronco sí, escucha a Glauco la ribera
inducir a pisar la bella ingrata,
en carro de cristal, campos de plata.

Marino joven, las cerúleas sienes,
de el más tierno coral ciñe Palemo,
rico de cuantos la agua engendra bienes,
de el faro odioso al promontorio extremo;
mas en la gracia igual, si en los desdenes
perdonado algo más que Polifemo,
de la que aún no le oyó y, calzada plumas,
tantas flores pisó como él espumas.

Huye la ninfa bella, y el marino
amante nadador, ser bien quisiera,
—ya que no áspid a su pie divino—,
dorado pomo a su veloz carrera.
Mas, ¿cuál diente mortal, cuál metal fino,
la fuga suspender podrá ligera
que el desdén solicita? ¡Oh cuánto yerra
delfín que sigue en agua corza en tierra!

Mudo la noche el can, el día dormido
de cerro en cerro y sombra en sombra yace.
Bala el ganado; al mísero balido,
nocturno el lobo de las sombras nace.
Cébase —y fiero deja humedecido
en sangre de una lo que la otra pace—.
¡Revoca, Amor, los silbos, o a su dueño,
el silencio del can siga y el sueño!

La fugitiva Ninfa en tanto, donde
hurta un laurel su tronco al Sol ardiente,
tantos jazmines cuanta yerba esconde
la nieve de sus miembros da una fuente.
Dulce se queja, dulce le responde
un ruiseñor a otro, y dulcemente
al sueño da sus ojos la armonía,
por no abrasar con tres soles el día.

Salamandria del Sol, vestido estrellas,
latiendo el can del cielo estaba, cuando
—polvo el cabello, húmedas centellas,
si no ardientes aljófares, sudando—
llegó Acis, y de ambas luces bellas
dulce Occidente viendo al sueño blando,
su boca dio —y sus ojos, cuanto pudo,
al sonoro cristal— al cristal mudo.

Era Acis un venablo de Cupido,
de un Fauno —medio hombre, medio fiera—,
en Simetis, hermosa Ninfa, habido;
gloria del mar, honor de su ribera.
El bello imán, el ídolo dormido,
que acero sigue, idólatra venera,
rico de cuanto el huerto ofrece pobre,
rinden las vacas y fomenta el robre.

La Ninfa, pues, la sonora plata
bullir sintió del arroyuelo apenas,
cuando —a los verdes márgenes ingrata—
seguir se hizo de sus azucenas.
Huyera..., mas tan frío se desata
un temor perezoso por sus venas,
que a la precisa fuga, al presto vuelo
grillos de nieve fue, plumas de hielo.

Llamárale, aunque muda; mas no sabe
el nombre articular que más querría,
ni lo ha visto; si bien pincel suave
le ha bosquejado ya en su fantasía.
Al pie —no tanto ya, del temor, grave—
fía su intento; y, tímida, en la umbría
cama de campo y campo de batalla,
fingiendo sueño al cauto garzón halla.

Acis —aún más, de aquello que dispensa
la brújula del sueño, vigilante—,
alterada la Ninfa esté, o suspensa,
Argos es siempre atento a su semblante,
lince penetrador de lo que piensa,
cíñalo bronce o múrelo diamante;
que en sus Paladiones Amor ciego,
sin romper muros introduce fuego.

El sueño de sus miembros sacudido,
gallardo el joven la persona ostenta,
y al marfil luego de sus pies rendido,
el coturno besar dorado intenta.
Menos ofende el rayo prevenido,
al marinero, menos la tormenta
prevista le turbó, o pronosticada:
Galatea lo diga, salteada.

Más agradable, y menos zahareña,
al mancebo levanta venturoso,
dulce ya conociéndole y risueña,
paces no al sueño, treguas sí al reposo.
Lo cóncavo hacía de una peña
a un fresco sitial dosel umbroso,
y verdes celosías unas yedras,
trepando troncos y abrazando piedras.

Sobre una alfombra, que imitara en vano
el tirio sus matices —si bien era
de cuantas sedas ya hiló gusano
y artífice tejió la Primavera—
reclinados, al mirto más lozano
una y otra lasciva, si ligera,
paloma se caló, cuyos gemidos
—trompas de Amor— alteran sus oídos.

El ronco arrullo al joven solicita;
mas, con desvíos Galatea süaves,
a su audacia los términos limita,
y el aplauso al concento de las aves.
Entre las ondas y la fruta, imita
Acis al siempre ayuno en penas graves:
que, en tanta gloria, infierno son no breve
fugitivo cristal, pomos de nieve.

No a las palomas concedió Cupido
juntar de sus dos picos los rubíes
cuando al clavel el joven atrevido
las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,
negras vïolas, blancos alhelíes,
llueven sobre el que Amor quiere que sea
tálamo de Acis y de Galatea.

Mas —cristalinos pámpanos sus brazos—
amor la implica, si el temor la anuda,
al infelice olmo, que pedazos
la seguir de los celos hará, aguda.
Las cavernas en tanto, los ribazos
que ha prevenido la zampoña ruda,
el trueno de la voz fulminó luego:
referidlo, Piérides, os ruego.

"¡Oh bella Galatea, más süave
que los claveles que tronchó la aurora;
blanca más que las plumas de aquel ave
que dulce muere y en las aguas mora;
igual en pompa al pájaro que, grave,
su manto azul de tantos ojos dora
cuantas el celestial zafiro estrellas!
¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas!

"Sorda hija del mar, cuyas orejas
a mis gemidos son rocas al viento;
o dormida te hurten a mis quejas
purpúreos troncos de corales ciento,
o al disonante número de almejas
—marino, si agradable no, instrumento—,
coros tejiendo estés, escucha un día
mi voz, por dulce, cuando no por mía.

"Pastor soy, mas tan rico de ganados,
que los valles impido más vacíos,
los cerros desparezco levantados
y los caudales seco de los ríos:
no los que, de sus ubres desatados,
o derribados de los ojos míos,
leche corren y lágrimas; que iguales
en número a mis bienes son mis males.

"Sudando néctar, lambicando olores,
senos que ignora aun la golosa cabra,
corchos me guardan, más que abeja flores
liba inquïeta, ingenïosa labra;
troncos me ofrecen árboles mayores,
cuyos enjambres, o el abril los abra
o los desate el mayo, ámbar destilan,
y en ruecas de oro rayos del Sol hilan.

"De el Júpiter soy hijo, de las ondas,
aunque pastor; si tu desdén no espera
a que el Monarca de esas grutas hondas
en trono de cristal te abrace nuera;
Polifemo te llama, no te escondas,
que tanto esposo admira la ribera
cual otro no vio Febo más robusto,
del perezoso Volga al Indo adusto."

Su horrenda voz, no su dolor interno
cabras aquí le interrumpieron, cuantas
—vagas el pie, sacrílegas el cuerno—
a Baco se atrevieron en sus plantas.
Mas, conculcado el pámpano más tierno
viendo el fiero pastor, voces él tantas,
y tantas despidió la honda piedras,
que el muro penetraron de las yedras.

De los nudos, con esto, más süaves,
los dulces dos amantes desatados,
por duras guijas, por espinas graves
solicitan el mar con pies alados:
tan redimiendo de importunas aves
incauto meseguero sus sembrados,
de liebres dirimió copia así amiga,
que vario sexo unió y un surco abriga.

Viendo el fiero Jayán con paso mudo
correr al mar la fugitiva nieve
—que a tanta vista el Líbico desnudo
registra el campo de su adarga breve—
y al garzón viendo, cuantas mover pudo
celoso trueno, antiguas hayas mueve:
tal, antes que la opaca nube rompa
previene rayo fulminante trompa.

Con violencia desgajó infinita
la mayor punta de la excelsa roca,
que al joven, sobre quien la precipita,
urna es mucha, pirámide no poca.
Con lágrimas la Ninfa solicita
las Deidades de el mar, que Acis invoca:
concurren todas, y el peñasco duro
la sangre que exprimió, cristal fue puro.

Sus miembros lastimosamente opresos
del escollo fatal fueron apenas,
que los pies de los árboles más gruesos
calzó el líquido aljófar de sus venas.
Corriente plata al fin sus blancos huesos,
lamiendo flores y argentando arenas,
a Doris llega que, con llanto pío,
yerno le saludó, le aclamó río.



LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE






regresar