¿Quién manda aquí, Nenguno Naide?
El centurión Nenguno Naide ensartó su firma patuda y despilfarrada en el último oficio de condenación de aquella tarde o mañana, que la residencia cíclica del sol o los giros planetarios no caben en esta frase de la tal relación que ahora empuñamos.
Puso en posición los ojones que tenía, unas hinchadas miradas color café del más tinto, y los hizo pasar a través de la delgada lámina de papel como quien busca -desde las palabras que eran nombres y apellidos solamente- rostros y configuraciones estrictamente humanos, más precisos que el nomenclátor que allí estaba, resultancia de cacerías planificadas, de repensadas designaciones, de esperados suplicios.
Porque alguien siempre falta, siempre se halla incompleta la lista, las generaciones son incontables, las amibas se innumerabilizan, las liebres se aparean antes de morir llorando, los perros lamen basurales enteros y agónicamente se conjugan, y los compadres cuyos Pedros, Raúles, Sebastianes, Franciscos, Juanes, Gualterios, Leonardos, Luises, Eduardos, Pablos estaban en el formulario condenatorio, también sin duda habían multiplicado sus sémenes ingobernables.
Y el centurión Nenguno Naide, candidato posible a rápido centurión mayor, y, si las brisas jerárquicas venían de popa, a una subida prepotencia! a nivel de Gran Centurión, no admitía consolaciones. Ni otra cosa que firmar y firmar -ya habiendo cambiado garrote por pluma o bolígrafo- y así escurrir personas en la vejación y el martirio, y así llegar a desvanecer gentes encueradas y rotas en las tierras babosas por el invierno o en las correntadas irregulares del Estuario del Sur. Ni admitía ser, pese a su discutida candidatura, un grado o escalón más de lo que era, quién sabe por qué envericuetada imaginería de la autosatisfacción:
—Centurión seré, nadita más, y qué, ¿eh? Para qué encajarme en lo más superior, si iguales a yo nenguno queda. Sin subir la escalera asencional, por encima tengo y mantengo los rangos ganados. Güevos quiero, no tantos galones ni charreteras, ni tantos cursos de esto y estudios de aquello, que al buen desconchar llaman Pancho...!
El hombre de su continuo servicio, indormible al parecer, oficiante de impotencias verbales, educado para el terror y la ofensa, lo miró (o remiró) apaciblemente.
—Ché, Juan Degollado, toma la lista firmada. Pedí que saquen a estos cuantos subversivios, y que les hagan su tratamiento completo. Como en tintorería: lavado y planchado. Y si hay que limpiar alguno, ¡que lo limpien y chau para él! ¡Deciles que procedan nomás...!
—...ta... bien... mi...
Fue trisilabeando Juan Degollado, y recogió el trágico papel membretado y sellado, y con él salió hacia los subterráneos sitios de severas reclusiones.
El aire del patio le descostró los sudores: el vapor a mierdas de caballo le encantó súbitamente las narices primarias: el respirar de los que estaban de pie, desbraguetados, desnudados, despedazados por el plantón, no pasó por sus orejas, ni tampoco el íntimo crujido de los brazos que se desmesuraban en los colgamientos, ni el abrirse de las llagas en las nalgas de los montados en los filudos caballetes de fierro.
El patio era un campo sin extensiones mensurables, un cielo de piedras levantadas, un cerro de torres agresivas, un socavón por el que ahora bajaba y volvía a bajar.
—No...
No, no le agradaba totalmente aquel destilarse por túneles escalonados, por rampas de difícil camino; pero fuerzas trascendentes lo arrimaban hasta allí. Y en tales hondos asentamientos, las celdas de a uno, de los incomunicados, de a tres, de a ocho, de a veinte.
—Bué...
Sí, entregó la lista, la nominación prolongada que incluía tantas ejecuciones, tantos tormentos, tantas tareas que él, ese día, vería cumplir.
—Sí... no...
—Bueno, dejala por aquí, y ándate que la cosa está de pelar chanchos.
—Yo...
—¿Qué andas queriendo? ¿Meter mano en esto vos también? Ya la ocasión pasada probastes, ¿no? Y te gustó, ¿eh?
—Sí...
El otro juramentado soldadesco lo miraba, lo volvía a remirar, nunca lo inauguraba en imagen aclaratoria, en lúcido retrato. ¿Qué había en aquella cara casi destrozada por golpes de fuego, fuego envejecido en cicatrices, en valles sin lágrimas, en junturas de sudor, en sonrisas despreciadas por una carne deformante que los huesos a su vez aventarían?
Fue por esa misma indefinición, por esa precisa inasibilidad, quizá, que le dijo:
-Mira, si tenes un tiempito, dale...
La puerta con el número veinte desocupó su espacio de hierro de chapa aplastada.
Juan Degollado transpiraba con las manos, nada más: allí en la celda estaba el olor de la ropa corrupta, de las mantas y cobijas envilecidas, de los colchones socavados por el vómito o el sueño. Allí estaba aquel olor, y el humano origen, la inmovilizada y alentante fuente de la cierta hediondera.
El otro soldado armó breves señales:
—Bueno, ahí lo tenés. Está mudo y callado desde que lo trajeron, hará como un mes, digo yo. De vez en cuando chilla o patalea, más nada....
—Yo...
—Pero che, ¡ojo que éste no está en la lista del centurión Nenguno...! No te vayas a pasar...
—No...
—Si cae el oficial de guardia, tomate los vientos o la quedamos, ¿ta?
Juan Degollado invadió el cerrado habitáculo: los muros se estiraban, deslizados del frontal horizonte de rejas raigales que ensuciaban la alejada ventana. Observó al yacente, se agachó sobre las arrítmicas fiebres, lo dio vuelta, la espalda aparecía entre la camisa soltada y mugrosa. Ahí puso un dedo sudado, los dedos de a uno y de a pandilla ahí puso, todos los dedos, todas las manos que tenía en todos los brazos, retiró totalmente los pantalones, directamente vio manchas violentas en las fibras del muslo, en las ásperas curvas destensadas, vio comarcas despojadas por eléctricos metales y agujas y relámpagos quemantes. Y olvidó los patios y los campos enmierdados por caballos lustrosos y brutales.
Y se encuclilló más, se inclinó hasta paralelizarse, incrustarse, sacudirse y temblar.
El otro juramentado se regresó al momentico o enseguida, vigilaba la devastación en las demás celdas, indicaba nombres, o números, números inscriptos en carteles, que flotaban desde el cuello de cada uno de los designados para esa día: "veintidós-noventicuatro... veintiuno-ochentisiete...".
Iba a entrar a la número veinte, se entreparó como si arreglara la altura de sus botas o los botones de su vestido verde.
—Igual que otras veces... es un podrido y yo lo dejo entrar cuando me pide...
Vio la distribución de los elegidos por el centurión Nenguno, los fue contando mientras los arrastraban o a patadas los metían en la sala común; porque el método había cambiado, la necesidad -que suele exhibir rasgos fatalistas, cuero de viruela, muelas picadas, popular cara de hereje- empujaba hacia el martirio colectivizado; muchas gentes presas, muchas.
—Ah, che, ¡a ése me lo apartas del lote!
Los casos especiales eran especiales, y en ellos el tratamiento seguía manteniéndose en lo individual, también con especialistas que a las ocasiones solían llegar de las calientes fronteras del norte, o que cruzaban el estuario ancho como el mar, o que muy a lo gringo descendían de aviones brillantes como poderosos espadones de dominio.
Y el juramentado ratificó lo particularísimo del caso:
—Sí, sácamelo y pásalo pa dentro. Y me vas llamando al Negro Flor y al Gorila.
La lista del centurión Nenguno Naide agregaba entre paréntesis "hábil declarante, suversibio metido en negocios sindicales, responsable de asiones de masas, ofensivo del símbolo patrio en consecutiva reiteración real, vilipendista de la moral de las patriotísticas fuerzas de los juramentados centuriones y soldados, jefe de grupo de compadres y gladiadores con fabricación propia de armas clásicas y caseras, importador de basucas y cuetes del Lejano Oriente, vinculado a embajadas diplomáticas marxistas". Luego, una alta cruz en lápiz rojo lacre, símbolo de que se había fracasado, amenaza y orden de completar desde esa jornada el trabajo hasta el fin.
—¡Dale, che, dale!
Los tres soldados y el hombre con ropas cualquieras y el oficial centurión con su insignia de trapo en el brazo derecho, una faja de luto con dos eses blancas, los cinco pues que ya se iban con el caso especial ("Ahora sí que la cosa se pone más jodida, en ésta la quedo, es mejor gritar que cantar, de entrada me llevan como calzado, en pelotas y todo cagado, y no poder ver a ninguno, ¿qué soy yo?, ni uñas completas ya tengo, ni casi pelo, unos restos de saliva para mandarlos a la puta recogida que los mal parió, no es poco, los compadres, los amigos, el partido, se sabrá todito, ésta se las gano de vuelta, aunque me van a hacer puré..."), solamente el oficial centurión de seguridad no tocaba al sentenciado, sólo él habló para el juramentado que manejaba la lista:
—¿Qué es eso de dale y dale? ¿O no sabes quiénes mandamos aquí?
El espantado papel tamaño oficio casi se derrumba entre los baldosas grasientas, esfínteres se desapretaron y apretaron.
—Ya sé lo que dice tu centurión Nenguno Naide en el formulario, pero nosotros usamos otras recetas, ¿entendiste?
—Sí, mi oficial centurión de seguridá... Ordene, sí...
—Y todo lo que él ponga, lo pasamos por los huevos. Seguí con lo tuyo ahora mismo, ¡y que esto no se repita jamás! ¿O querés que a vos también te colguemos de las patas?
—Sí, mi oficial... Usté manda...
El otro hombre, el especialista, el técnico en sufrimientos, arropado con cualquier traje o chaqueta o chamarra de cuero o suéter azul o camisola violeta, se rió sin voltear una cara tan parecida a centenares de narices, cejas, bocas, pestañas, dientes, mejillas, frente, lentes de humo envidriado Los cinco se largaron, portadores de lo que quedaba del caso especial, ¿qué quedaría?
Ya se había difundido el pedido que el soldadesco hiciera, y por eso llegaban el Negro Flor y el Gorila, pero tarde llegaban. Y el solicitante, reponiendo espasmos de glotis y pupilas, extendió explicaciones y excusas:
—Sí, no me lo digan a mí, ése era pa ustedes dos, les corresponde por antiguedá en la repartición. Pero vino el centurión oficial, ya saben quién es, ¿no? Y pues, olvídate.
—¿Y yo ahora qué? Me rebajas la categoría...
—Clarito, ¡era un asunto pa nosotros dos!
—¡Si justo nosotros ya le habíamos dado como adentro de un gorro!
El Gorila más bien era un mono flaco y bigotudo, con sobacos intocados por el agua y rebasados por las espumas de la más romántica perfumería; se vestía imitando a alquien, tal vez a un consumido James Bond o a uno de esos boxeadores de fama y laurel que terminan asesinados a la puerta de algún lujiento o pulgoso prostíbulo. Un barato especialista sí, sin rango ni emblema ni divisa ni apellido.
Y su hermanito de roñoso compadrazgo, el Negro Flor, tan bañadito diariamente, constantemente, repetidísimamente, tan enajenado por jabones y desodorantes, por pastas para sus incompletos dientones amarillados y por betunes para tantos zapatos de insólito diseño. Más o menos barato también; ninguno de los dos conocerá nunca el depreciado precio de su baratura.
—Ustedes entienden, ¿no? Por encima de uno, siempre hay otro... y otro... y otro... hasta algún gringo pelotudo... ¡Yo qué sé lo que pasa ahora!
—Si vos no, que estuviste desde tiempo acá, ¿qué nosotros?
—Sí, ¿qué? Porque hasta hace bien poco nomás, nos daban pilas de gente, casi los elegíamos nosotros, ¿no?
—¡O los salíamos a buscar por la libre...!
El juramentado produjo imágenes con aquellas palabras que alcanzaban a flotar en la verdad; cuatro semejantes manos añadiendo hojas meritorias a respectivos expedientes, a las carpetas que indicaban sus borracheras, sus robos en las casas asaltadas, sus violaciones más pavorosamente secretas, sus cohechos más descarados, sus fechas iniciáticas en tales sanguinolentas milicias, sus actuaciones impúdicas, las cifras de su obsecuencia, de sus arrestos, de su salario ("...y yo en lo igualito que ellos, diciendo que sí señores centuriones, haciendo horas demás sin cobro de servicios, procurando merecer como una pelandusca bien reputa, gastándome las botas y comprándome otras botas en la cantina, porque si hasta pago por quedarme aquí, por joder y hacer joder a esta gente que no quiere aflojar, ¡recoño...! ¡carajo!, ¿quién será el que más se jode?")
Estaban justo frente a la número veinte, llevados por el costoso azar de sus pláticas y chismeríos. Y de allí salió Juan Degollado, desafogado de salivas y jugos y sudores.
—Qué se están mirándome, ¡milicos del carajo! Carne pal gancho, sí, ¿y qué hay?
El silencio era triple, alguna cosa no agarrable florecía abismos y germinaba alejamientos entre el Negro Flor, el Gorila y el soldadesco, de un lado los tres sin estar en el mismo sitio; de un lado el Juan Degollado, con su cara desfibrada, perforada, despedazándose sin tumbarse desde una sangre a bajopiel, azulmente perturbada y trabajosa.
—Y... gustos son gustos.
Dijo el Negro Flor, nunca había escuchado al Degollado hablar así, tan así, de corrido y todo, como si continuara algún afanoso tráfico que no debió jamás interrumpirse.
—Parece que los amores lo inspiran...
—Nadando en lo seco...
—Barrero el tipo este, ¿no?
Enunció el Gorila, como si él no estuviera para enturbiarse más y mucho más en cualquier asunto de conversa o cualquier tópico de carne y mugre juntas. Pero, ¿para qué definirlos si allí estaban?
Y allí unos pocos más de tiempo siguieron estando, aunque ya silenciados entre ellos, mirando para los gargajos negros del piso, empezando a escuchar, como reciencito, las griterías locas, irritantes, exasperadas que llegaban desde las habitaciones de suplicio.
Juan Degollado sintió los picores de la incomodidad, pues las potencias que hasta allí lo arrimaran se habían agrisado, sólo que deseaba orinar y volverse con su centurión Nenguno Naide; a pasar su informe de lo cumplido y a esconderle al señorísimo superior los desmanes de su bragueta.
Y se regresó por el patio enmiasmado por las caballadas
torrenciales, y a la pasada vio a uno de los colgados; los guantes de
sostén le agarraban medio brazo y después las cuerdas o cables que
se afincaban en el marco de madera cruda, y la capucha negra y
visitada por densos moscones chupadores, ¿por dónde andaría aquella cara escondida?, ¿en qué irrefrenables visiones de amor?, ¿en qué paisajes?, ¿en qué nuevas gesticulaciones del horror?, y el calzón que le caía desde el enredado pendejal, y los pies no clavados y sin rozar aquel suelo donde reposaban orines incontenidos, desechos naturales y deslizantes.
Lo vio, y su apetencia de mear resultó multiplicada. Allí mismito dio libertad a un chorro tal vez brutalizado por las no asimiladas cervezas de la noche.
—¡Ja...! ¡Ah...!
El colgante apenas continuaba sus menesteres de aguantar, pareció hamacarse bajo la movilizada tensión del aire, de los hálitos amargosos y salpicantes. El término demoró su tantico, Juan Degollado retuvo las aguas finales y las eyaculó enseguida hacia la entrepierna descalzonada y afrentada por moscas y tormentos.
Y sin preocupación por algún testimonio o interferencia,
ubicó una patada exacta en el centro de tanta indefensión, y no supo
si el colgado, ese otro cuyo rostro nunca conocería ni le interesaba
conocer ni podía pensar en conocer; no supo si gritó o maulló o se
quejó oscurecidamente o esperó la soledad para gemirse lengua
adentro.
También obtuvo provecho rapaz de alguno que estaba en el plantón, y le explotó un manazo atrás de la oreja, o le robó un grupo de enrojecido pelo si la venda era baja y permitía, o le apisonó los tobillos o le dejó las piernas más y más separadas, alejándoselas del cuerpo, destruyéndole los pasos cumplidos, las caminatas caminadas, las correrías de huyente imposibilidad.
—¡Uhhh...!
El centurión Nenguno Naide se esta soplando su aguardiente, a pura botella nomás, cuando él entró a la oficina principal de la Repartición No. 6.
—Ah, ¿así que ya te volviste vos?
—Sí...
—¿Y cómo anduvo la cosa? ¿Estaban todos los de la lista, che?
—Sí...
—Mira que ésos son míos, naides me los toca, ¡que los de la seguridá no se hagan los vivancos...!
Siguió prendido al vidrio, ternero en teta, lechón en pezón, niño en seno, ballenato en mama, víbora en mujer; la luz burbujeaba en la garrafa que al fin quedó con un trago último, el caminero, el estribero, y así como estaba, babiento y tabacoso, fue ofrecido a Juan Degollado.
—Tomate lo que está en el fondo, que en hora de servicio o de fajina, no te conviene chupar.
—No...
El asistente se inyectó aquel resto, y luego situó respetuosamente el botijo ahuecado sobre el escritorio, a la izquierda del mandante, porque a la derecha estaban el teléfono y una banderita de la patria, desgalichada y sin brisa, sin nada parecido a un retazo de los cielos.
—¿Qué haces? Llévatela, ¿o querés que alguien piense mal de esta digna repartición? Procede nomás...
Juan Degollado recogió el envase sin vida y lo metió en el cajón que funcionaba como papelera, y que él mismo vaciaba cada día, noche o tarde, antes del ajetreo normal de gentes y agentes, de cuerpos y papeles, de sellos y ordenaciones, de juegos de baraja y siestas entre grito y aullido, de radios chillonas
y
voces
sin
voz,
de
mujeresmadresesposasconcubinasamantes- noviashermanasamigascompañeras con bolsos de comida y mudas de ropa interior y cigarros y lágrimas tejidas con las sales de la paciencia y la rebelión.
Luego se sentó de nalga torcida en su banco o silla o sillón (el mueble es cosa aparte; él solamente buscaba un plano rincón horizontal o de ínfimo declive donde poner el culo) y amagó dormir o se durmió o se sonó durmiendo o fue el telefonazo que lo embarcó nuevamente en el mundo autoritarial de su superior centurión.
Quiso manejar el tubo de sonidos, pero el centurión Nenguno Naide no dormía ni menos gustaba soñar; llegó primero, y así se le oyó decir:
—Pero... qué es eso, ¡mi oficial de segunda! ¡No me diga que se les quedó este hijo de mil putas...! Un caso tan especial, mi oficialísimo... sí, clarito, quien no entiende... Flojo del corazón, sí... Y el dotor, ¿no lo fue revisando mientras le daban su tratamiento? Pues, supongo que usté supo tomar las providencias del asunto, ¡mi oficialísimo...! Lo que pasa es que... bueno, era un detenido nuestro, de esta repartición, mi oficial de seguridad nacional... Lo agarramos nosotros, un procedimiento de hace unas semanitas nomás, y el hombre era de los durazos, nada jodido el infeliz putón, ¿eh? ¿Que nosotros no podíamos con él? Mire que le dimos en la nuca, como quien lava y no tuerce, ¡con todo! No va a ser más macho que uno, ¿eh?; ¿no cree usté? La lista... sí, ahí le puse una crucecita colorada, con la indicación de peligroso subersivio, gente alta del partido parece que era... No, bien pero bien qué era, no sé... Y usté que tiene resolvido, ¿mi oficialísimo? ¿Quién se carga con el mochuelo, sí, dije con el muertito? Era de nosotros, mío, pero se lo pescaron ustedes a la pasada, como están en todas las reparticiones... con avisar nomás, le hacía una boleta, ¡se lo traspasaba y chau...! Sí, un traspaso, de la seis a la seguridá... ¿Cómo? ¡¿Que así nomás me lo devuelve, que lo mande a buscar...?! Pero... mi oficialísimo de seguridá, ¡imagínese usté qué van a pensar los de esta repartición, mis inferiores! ¿Dónde van a poner mi responsabilidá de centurión, mi jefatura de estas investigaciones pulíticas? Hágase cargo, mi oficial mayor... Sí, sí, el espíritu patriotístico... sí, entiendo todito, pero que igual me embromo, me embromo...
Fue colocando el auricular en su posición precisa, desenredó el cable, corrió un poquito así la bandera desbaratada en sus colores de dudoso cielo, corrigió la angulación de la gran carpeta de cuero hasta centrarla bien centrada, tomó el lápiz rojo, sacó la copia de la lista y luego de estremecida búsqueda, tachó, borró, lapidó, sepultó el nombre del caso especial con un montón de trazos espesos, anchos, definitivos.
Miró para el su asistente, allí estaba, sentadito de nalga esquinada, entre dormido y ensoñado.
—Che, Juan Degollado, auxiliar de tu centurión, entérate que tenemos un muerto propio, pero despachado por los del servicio de seguridad, lo liquidaron, lo hicieron caca enseguida, ya estaba muy trabajado por nosotros... Así que tenés que ir a traerlo, le echamos un vistazo, que nuestros médicos lo pongan lindo, y después hace que el Negro Flor y el Gorila lo encajonen y se lo regresen a la familia... Ah, y al menos trata de averiguarme bien lo que en verdad pasó, prefiero ahogarme viendo la orilla... ¡Puta...! ¡Estoy podrido de que me jodan ansí!
Antes de que el otro saliera, terminó:
—Si está muy reventado, lo dejan como está, con prohibición de levantar la tapa cuando lo entreguen, ¿tamos? Y un cajón de segunda, en la funeraria de siempre. ¡Anda, procede, carajo!
Juan Degollado no estaba, el centurión se metió en el retrete y ya sentado y fumando, empezó a estimar los pesos que se ganaría por esta nueva compra a la empresa de pompas fúnebres; uno menos y unos cuantos más, como otras veces, simplemente.
"...adonde me llevan estos desgraciados, dale de nuevo con eso de asunto especialísimo, de que soy un elemento especialísimo, y en bolas me cargan, me patean, me arrastran, una semana desnudo adentro de un pozo, pero por las voces no son éstos, los otros eran de la repartición número seis, y discutieron con el encargado de la lista, un pobre miliquito de mierda, lo basurearon bonito, así pasa entre ellos, lo del pozo fue jodidazo, no sé cómo no reventé de frío, moquiando y escupiendo y tosiendo, y oyendo los gritos de mi tanta gente, como ahora, pero no sé si no soy yo el que estoy gritando, ¿qué me hacen?, ah, si me quitaron la capucha, igual no veo un carajo, de entrada me rompieron los lentes, cuando me agarraron, me venían siguiendo, ¿y ahora qué?, la pucha que los tiró, me están haciendo el teléfono, un cable en cada oreja, veo luces cuadradas, un cuadrado adentro de otro, de todos colores, no hay paredes ni milicos putos ni nada, no hay mundo, se me agranda la cabeza, un cuadrado amarillo verde blanco amarillo verde blanco, ahora es oscuro con muchos puntitos como luces que bailan, y yo no sé ni dónde estoy, y me arrancan mechones de pelo, parece, me deben estar tironeando la cabeza para atrás, me preguntan por los compadres, sí, dan nombres ciertos y equivocados, se entreveran pero algo tienen, y qué hice yo en tal fecha y en tal otra, les grito que estaba cagando, ah, me dan como para tabaco, y que si anduve por tal país y en qué misión me mandaron y cuándo entré al partido, pues que ese dato ellos ya lo tienen, que me serrucharon las patas, que alguien me cantó, que me venían cuidando desde hace tiempo, que si creo que ellos son idiotas, que saben todo, las mismas preguntas y yo sin boca, más mudo que mi tatarabuela, debo chillar, ¿y qué me importa?, ¿y qué me hacen ahora?, la mierdita, ¡esto sí que es dolor!, extirpación de uñas, creo que van dos o tres, las que me iban quedando, total, ¿qué me voy a rascar estando así?, y de vuelta a quemarme con los cigarros, ah, esto es fuego puro, debe ser con el encendedor a gas, y me lo pasan por los huevos, ¡mierda!, siento que vomito, saliva, baba, vómito más diarrea y me ahogo, ¿dónde está el aire?, ¿se lo comió el fuego?, se lo tragó el agua asquerosa del submarino, porque ahora sí voy de punta cabeza hasta el fondo del tacho, ¿será la bañera de la vez pasada?, y el aire, ¿dónde está?, con pensar no se respira, se vive un poco, ya me sacan, ¡ la puta que andan apurados!, eso es malo para uno, pero cuando se demoran también puede ser de lo peor, ¿y entonces?, me abren las piernas, siento como risas, hay uno que grita en serio, es el de las órdenes, ah, el de la seguridá, son los más mierdosos de todos, me vocifera a lo bestia en la oreja, en cada una de mis dos orejas, mi número me chilla, el veintidós-noventicuatro, ¡como si no lo supiera bien!, creo que lo mando a la puta madre, que revientes, cornudo, ¡marica culo sucio!, me parece que le digo, me grita, me zarabandea, me pregunta, te vamos a liquidar, ¿entendiste?, eso dice el patriotístico, el facho perdido, te colgamos de las patas, y me cuelgan nomás, siento un calorón en la cabeza, no sé si es mi sangre o es un fuego de abajo que se levanta, no, me levanto yo, todo yo, y el aire, y me ahogo de aire, de la voz que no tengo, y el calor que se sube, y me bajan, me tiran al piso, abro la boca, la nariz, abro hasta el ombligo, quiero aire, ¡por los poros que me entre a toda esta porquería de cuerpo!, panza contra el suelo, me separan las piernas, el de seguridá otra vez a los aullidos, que te zampamos un fierro por atrás, les grita a todos, está bien caliente el sorete, y este golpetazo en la boca, deshaciéndome los dientes, dientes para qué, muelas para qué, si ya no mastico desde hace ni sé cuánto, un poco de agua me dieron, y una vuelta cocacola, y si comí, fue cuando me descolgaron, me tuvieron haciendo de bandera, me tenían una hora o dos, calculo, y me bajaban al plantón o me sentaban por un ratito, y de vuelta a colgarme, los brazos hinchados, las manos sin movimiento, los hombros deshilachados, no podía ni sacar el pito para mear, y me mojé como gurí chico, y fue ahí cuando pude comer porque me largaron al suelo y después me pusieron cerca unos sángüiches medio pasados de viejos y unos pedazos de manzana, y me los morfé a lo perro, hasta papel llegué a tragar, y me vino una sed del mismo carajo, y alguno de ellos me alcanzó de tomar en un aparato redondo de plástico, que tomara rápido y lo sostenía, porque él no estaba autorizado, yo pensé que era una joda, pero no, era un tipo pierna, lo hizo por lástima o yo qué sé, o lo mandaron para que hiciera eso así yo me ponía a pensar que no son tan verdugos, que tienen también su rico corazoncito, aunque de arriba los traigan apretados, ¡el aire, el aire!, ¡se me han comido todo el aire!, y esto que se me va de los labios es una muela, digo, y me chupo las encías para que no caiga más sangre, me la trago, vivo un poco más de mí mismo, ¡aaahh!, la picana de golpe, no esperaba que viniera tan de pronto, grito grito grito, ¡es mejor que cantar!, me la ponen en las quemaduras, en los agujeros de las quemazones, a chillar sin asco ni vergüenza, a la María del Carmen le hicieron igual, y yo mirando, me obligaron a mirar, yo les grité que estaba preñada y que era mi mujer, mi esposa, mi patrona, mi compañera, que ya andaba como de cuatro meses, y se rieron como yeguas locas y más todavía le encajaron la picana en los senos y entre las piernas, hasta el fondo, adonde yo no podía defenderla, en los sitios míos de su cuerpo suyo, y el hijo a las horas nomás se le saltó, claro, una piltrafa el pobre hijito sin madre, y a los pocos días me la trajeron de vuelta del hospital, y le dieron hasta fundirla del todo, y uno que le decían Degollado o algo así, se la quiso montar el degenerado, no lo dejaron, tenían miedo de que se les quedara fría, y entonces la llevaron otra vez al hospital de la milicada, y ya más no la vi, un compa me dijo en un descuido de la guardia que la pasaban a juez, porque las cosas estas se saben siempre, y ellos siempre saben que se saben, ¡aaahh!, ¿qué me haces, cornudazo?, ¡ahhh!, y otro preso y machacado me dijo también que habían ido a mi casa y nos robaron todo, que nunca tuvimos mucho, y que en esa aventura estuvieron el Negro Flor y el Gorila, ¿quién no los conoce por aquí?, y andaban comentando para que yo escuchara que mi ropita les caía rebién, como de justa medida, y que los libros los iban a vender como papel viejo, ¡si a mí ahora me importara!, ¡que los pongan en la cola!, ¡aahh!, aflójale a la capucha, ahora te venís con el submarino seco, es el peor, porque si es con bolsa de nailon trasparente los podes ver a los conchudos, el aire, el aire, ¿dónde se ha metido el aire?, ¡ah!, bueno, una respirada pronto, antes que aprieten y yo sin nada en el pulmón, ¿para qué aguantar?, que terminen con esta gran joda, me voy como vine, ¿qué les dejo?, carne hecha mierda y silencio y más nada... ¡ahh!, el aire, María del Carmen, acordate que no dije ni esto, se las gané a todos, tiras, milicos, y a la seguridá también, se las gané pero yo me pierdo, el aire, ¡qué han hecho con el aire que andaba por aquí, por mí, por todas partes...!"
—Dale un alce, una chance, ¡mira que se nos va!
El oficial centurión de seguridad medía los tiempos y conducta del especialista, cronometraba la asfixia, tanteaba resistencias, inventariaba los estragos, balanceaba urgencias, estimaba la cerrazón de aquella atmósfera cloacal.
—Y usted, doctor, ¿qué opinión puede darme?
El examen fue sumario, la respuesta exacta:
—No me lo apuren demasiado, puede haber un paro cardíaco, el hombre viene muy castigado. No le vayan a dar en el hígado; si se lo rompen, no tiene arreglo. Ustedes quieren que hable, ¿no? Pues trabájenlo más despacio, señor oficial de seguridad...
—Cada uno en lo de cada cual, doctor...
Le desenganchó una voz distinta y un ademán de acuerdo con los ojos. El otro se enderezó adentro de la túnica blanquísima; sólo atinó a oír:
—Usted sabe de sobra que tengo permiso para matar.
Y al caso especial:
—Che, dame la positiva de una vez, dale, o adiosito contigo y venga el que sigue, ¿oístes? Cajón con voz, camarada, y a tu mujer la traemos de nuevo, nada de juez ni juez, ¡aquí hay quien se entretenga con ella!
El hombre estaba desparramando latidos, interferencias, sustancias de jedentina, ronquidos, escupidas coagulosas, arcadas debajo de la máscara transparente asegurada con un cordel al pescuezo. Uno de los soldados también apretaba, bien dispuesto aprendiz que no dejaba de apretar, y el rostro como una piedra violentada por la sombra, y la piel de plástico hundiéndose, clavándose en la boca y en los dientes desesperados; el hombre ya estaba dejándose ir, abandonándose en muecas desfibradas, retemblando la barriga para hacer un vacío, para llamar a los mínimos oxígenos que precisaba y así estirar derrotas y victorias. Y de ese modo las encías deformadas permanecieron, abiertas y vomitantes, nauseosas y encharcadas.
—Doctor, revísemelo en serio, ¿no trajo nada de instrumentos?
—Si con los suyos basta, mi oficial...
En ninguna sonrisa hizo camino aquella broma acobardada por los terrores jerárquicos.
Como un zopilote blanco, un buitre clarísimo, el médico se agachó y en una simple acumulación de dedos tanteó diestramente las hendiduras intercostales, designó el esternón, percibió los últimos espasmos del diafragma, luego la oreja estuvo sobre el pecho de pellejos descolgados por el fuego, arrasados por la fritura de la picana, astillados por puntas de botas y tacones de zapatos, y la oreja nada oyó, sí tal vez el huyente rumoreo de médulas y linfas y un raspar de íntimos animalitos que buscaban rincones de quietud o se querían salir por cada orificio de la final aflojadura.
—...mi oficial, ya no respira, puede ser un colapso al miocardio...
El de la seguridad nacional miró todo aquello, ¿tres soldadescos sin dominio de la propia crueldad, un experto con su deportiva vestimenta goteando qué materias confusas y ajenas?, un médico principiante asimilado a las patriotísticas centurias, todos inclinados sobre uno solo, despedazado, papillado, triturado, pasado por la picadora, él atento también sobre aquello, pero apenas, la mirada doblando por encima de lo habitual, aunque ahora allí estaba el fracaso, él debió tratar el asunto desde el principio, no por el fin, y ese burro del centurión Nenguno Naide, trepado a fuerza de méritos innombrables, responsable sí de que el tipo ya no respirara, de los duros había resultado el 2294, en esto rara vez se sabe de entrada, el número pasaría para otro, ¿cómo sería el siguiente?, se vertical izó con la espalda molesta, y ordenó:
—Déjenlo por aquí, mismito y tal como está, no me lo toquen. Descansen media hora, tenemos que seguir con el veintidós-ochentitrés. Y a ése lo capturamos nosotros, es bien nuestro.
Ya se marchaba; finalizó:
—Doctor, no haga certificado de defunción ni papel ninguno. Si preciso su palabra, se la pido.
Ya casi no estaba en el cuarto de suplicio.
—Mi oficial de seguridad nacional, ¿quién se lleva el cuerpo del detenido?
Era el experto, el verdugo tecnocratizado.
—Vienen de la repartición número seis. Doy orden por teléfono enseguida, que esos ordinarios se arreglen... el muerto es de ellos.
Dejó de estar allí, el médico resignó su túnica, los otros traficaron cigarros, adecuaron chaquetas, cinturones, relojes, camisas, fierros, manoplas de cuero, la espina de metal y los cables, herramientas salpicadas, cochambrosas, fatigadas, desgastándose.
"...por qué ahora estoy en esta cama, descansando de qué, me vaciaron de mi hijo, me lo arrancaron como de un tirón solo, de un picanazo y otro y otro, todo me dolía, debo haber gritado pero no sé si lloré, ahí una no sabe cómo usar las lágrimas, para qué usarlas, y los malditos se reían, se carcajeaban entre ellos, y le decían a él que viera para no olvidarse, que mirara bien todo, que viera adentro de mi barriga, que iban a aliviarme, que estaba muy pesada, que a los comunistas hay que matarlos ahí, adentro de una misma, antes que se les ocurra nacer, creo que él les dijo entonces que nos tenían que cortar los huevos a todos, que las mujeres éramos de más cojones que ellos, sí, fue ahí que les dijo, y cómo les gritaba, y también gritaba mi nombre María del Carmen, María del Carmen, no les digas nada, no les aflojes a esos verdugos, les pagan para eso, y los de arriba la gozan por ellos, son mandaderos de los yanquis hijos de puta, cómo les gritaba, si me pareció que ellos se callaban un momento, hasta que el jefón que tenían mandó apurar la cosa, y empezaron a reírse otra vez con más fuerza, estaban como enloquecidos, escondiendo quién sabe qué asuntos suyos con tanta risa, y a él lo sujetaban, estaba así apretado y sin defensa, hecho una lástima de persona, sin sus lentes, desnudo como yo, ah, aquella cara, y sin tocarme y hasta sin gritar después, porque le zambulleron en la boca la bombacha que me habían quitado, sin poder acercarse, sin tocarme, él se juntaba conmigo igual, y yo casi empecé a hablar, a decir cosas que ni hay que pensar estando así entre ellos, y se me cerró la boca para hablar, abierta a todo viento sí, a todo gritar, y hasta ahora les debo cada palabra, pero por qué estoy en la cama del hospital de los milicios, si hasta me atienden y me dan comida, me hacen dormir con sus pastillas, la enfermera viene y que si quiero este caldo o mejor con sus pedacitos de pollo y que si manzana o si café, es como un ablandamiento, para que una se deje llevar, y el oficial que vino ayer, que fue un tremendo error, señora, que disculpara, a lo más que paso a juez militar, un par de actas y afuera conmigo, que yo no puedo ser responsable de las cagadas de mi marido, que yo pensara en el sacrificio de tantísimos centuriones, cansados en su servicio a la causa patriotística, y en no sé cuántos juramentados y humildísimos funcionarios, sí, que a veces se podían equivocar y que se les iba la mano, pero hay que pelear contra la subversión, estamos solos en esta nueva guerra total, solos en el mundo, se da cuenta, ¿señora?, por eso hay alguna actitud digamos desconsiderada, y gentes como usted que pasan incomodidades, porque fueron engañadas, gentes tan honestas casi como nosotros, y nuestros hombres están muy cansados, dándole al físico para arriba y para abajo en todo el sagrado territorio patriotístico, muy cansados sí, tantos días y noches sin ver siquiera a su familia, separados de la familia por su sentido del honor y por culpa, señora, de los subversivos que están en todos los rincones, esperando, acechando para destruir lo que ahorita estamos afirmando; la tradición patriotística que viene de una historia llena de bravos centuriones, nada que se parezca a ese alucinado de José Artigas, y yo callaba mientras el oficial dalequedale con su discurso, simpaticen y buen mozo, elegido y preparado, y fue por ahí que le pregunté si era casado, ya que me hablaba de la familia, de la patria, sí, señora, y le pregunté al tiro si tenía hijos, sí, señora, pues dos por el momento, dos varoncitos, seguirán mi carrera, no haya dudas, y yo entonces le dije que no tenía ninguno, y que usté señor oficial conoce por qué no tengo ninguno.
—Porque usté estaba cuando me picanearon, bien que me acuerdo, me sacaron la venda para que viera cómo mi marido me veía, usté estaba viendo también, y tuve que abortar, ¡qué otro nacimiento podía darle al niño, entre ustedes sólo podía morirse...!
—No te pases de viva, atorranta, agradece que no te hicimos coger por toda la repartición, ¡bastante buena estás todavía...!
—Hagan lo que quieran, ahora o después, lo que es hombre-hombre siempre, tendré uno solo...
—Escúchame, idiota, apenas camines te mando al juez, él hace lo que nosotros queremos, pero primero te paso a la repartición, tus amiguitos andan con ganas de verte de nuevo con las patitas bien abiertas...
—Ya se va, ¿señor oficial? Bueno, dele un beso de mi parte a cada hijo suyo.
Y al oficial centurión como que le vinieron impulsos de putearme, los insultos le empujaban músculos y tendones de la cara, le volaba el bigote, se aguantó apenitas y se largó de la pieza, se las tomó, y no volvió, desde ayer que no vuelve, por qué estoy aquí, en esta cama, a él qué no le habrán hecho, ¿qué le estarán haciendo?, ah, como decía en broma mi marido, que Dios y Lenin me ayuden..."
El centurión Nenguno Naide esperó un par de horas, a reloj de arena fue esperando, a puro trago y a puerta trancada, "el señor centurión descansa" mandó que un soldado repitiera a la puerta de su oficina, fue revolviendo su entreverada memoria, datos soplados, fichas en trámite, domicilios dudosos, encerramientos sin pruebas, asaltos depredatorios, detenciones sin límite de edad, golpizas abusivas, picanazos donde más duele, balaceras imprevistas de muchos tiros, plantones de exterminio, submarinos a plena mierda líquida, viejas pidiendo piedad por sus pelotudos hijos inocentes, documentos de identificación demeritados, llaves de uso revelable, dinero extraído de billetes y monedas, lentes rajados, tipos durmiendo en el suelo congelado, tipos sentaditos todo el día en los mugrosísimos colchones del gran barracón, montones de tipos parecidos como si fueran un familión de muy emparentados, ¡recoño!, y las llevadas y traídas al patio, a los colgamientos, que quiero ir al baño, que me traigan un médico, que tengo pus en las quemaduras, y las griterías, aulladorías, lamentadorías de toda hora, y la radio a todo trapo, ¡gooooool, gooooool de...!, ¡basta, basta!, sintió que gritaba también su memoria revuelta, y él mismo:
—Basta, carajo del cielo, ¿no están oyendo al centurión Nenguno Naide?
Tiró la botella hacia la mayor lejanía del cuarto; abrió la otra enseguida, con mecánica habilidad, y no tuvo paciencia para andar de copa o vaso.
—¡Basta, pues sí, basta, llegó para mí! Que me encajan el muerto, y yo qué, ¿eh? ¿Me lo como, me lo meto en el forro del culo? ¡Ellos lo limpian y yo me ensucio hasta el cogote! ¿Y el respeto a lo que era, y las apretadas de arriba...?
Tragó aguardiente como el que se hunde en el mar.
—Ah, ¿quién será quien manda en este país?
Lo que no esperó, pues aguardaba nada más que a su asistente Juan Degollado, fueron los golpes en la puerta, discretos y anhelosos, y las voces atolondradas del soldadito que cuidaba sus precarias soledades:
—¡Señor centurión, señor centurión! ¡Hay un despacho urgente para usté!
Gritó siguiendo al trayecto de su enturbiada furia:
—¡Ta bien, hacemeló dentrar nomás...!
El despachador era el soldadesco de abajo, el cuidante de los presos subterráneos.
—Con su licencia, señor centurión.
Derecho el uniformado, como palo de billar, pero las bolas le temblaban, una arruguita movediza en la tela verde.
—Descanse y dé parte, ¿qué pasa, eh?
—Pues... señor oficial centurión... resulta que en momentos de hace un rato, cuando el relevo de guardia, y no estando presentes los soldados de rigor por andar en otros procedimientos, y faltando algunos juramentados de la repartición número seis...
—Termina, querés, ¿qué tanta labia?
—Sí, ¡señor oficial centurión! En ausencia de los susodichos funcionarios de diverso grado y por haber mucha atividá en el tratamiento de numerosos detenidos...
—¡Dale, termínala... menos conversa!
Más derecho y más estremecido notó que el inferior estaba.
—¡Sí, mi oficial centurión...! No pudo ajustarse la debida vigilancia... y cuando se cambiaba la guardia, bueno, pues que se nos escapó el preso de la celda número veinte, sí, señor centurión...
A Nenguno Naide se le volcaron las alcohólicas babosidades, se le naufragó la sonora garrafa contra el baldoserío inlavado de su aposento oficinesco.
—¿Qué...? ¿Que se te escapó qué...?
Endurecido, rígido, yerto, tieso, sostenido por global tembladera, el soldadesco pudo alentar:
—El de la veinte, señor... Era otro de los especiales... Ingresó hará como un mes...
—Sí, y ahora no hace nada, que no está más, ¡concha de la Virgen y del Santo José, putazo del caballo de San Jorge...!
—Señor don centurión, yo no tengo responsabilidad, yo andaba con las listas suyas y con las órdenes de los otros jefes, es mucho control para uno solo... Traen a todo el mundo para acá...
—¿No sabes, cagón, que todo está lleno? Lo que pasa es que ustedes ya no pueden ni dar una orden a los presos, ni pueden cuidarse ni ustedes ni las locas de mujeres que tienen ni...
Metió cerrojo a la bocaza escupidora, la memoria revolviéndose le preguntó "¿Quién carajo manda aquí? ¿Mando yo? ¿Manda el servicio de seguridá, los de las eses blancas en la faja negra? ¿Los de más encima mío? ¿Los nuevos? ¿Quién?"
Descargó un chillidazo con una voz que nunca había tenido:
—¿Quién manda aquiiiiiií???
Y echó al horrorizado soldadesco bajo arresto e incomunicación, borró al soldadito que sellaba la puerta, expulsó a su Juan Degollado que recién nomás se aparecía, dio de patadas al vidriaje botellal del piso, eructó ecos de náusea y fue repitiéndose, como parado en el centro de una silenciosa expansión:
—¿Quéin carajo manda aquí...? ¿Quéin carajo manda pur aquí...?
Porque había gente que aprendía a organizar su dolor, porque los vivos y activos se le escapaban, y porque él, el centurión Nenguno Naide, ya no tenía ninguna influencia, ningún mandoneo, ninguna prepotencia, ninguna autoridad, ninguna forma de poder sobre los muertos.
México, agosto/octubre 1976
De: Cuento a cuento
(relatos completos), Grupo Editorial Eón / Centro Universitario de Tijuana, México, 1997.
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