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Saúl Ibargoyen

 
 

EL LLAMADO




SILENCIO DE VOCES

                                           Detrás de él una voz ruge;
                                     truena con su majestuosa voz
                                                 y no retiene sus rayos
                                            mientras su voz retumba
.
                                                          Job: 37: 4.

En el nombre inician las cosas. El misterio agazapado del verbo y la locura de los hombres. Todo y nada, silencio y oscuridad bendiciendo la terquedad del logos, la ignorancia de saberse Hombre, la lucidez del desierto. Se nace para nombrar, para vivir, sólo que en la angustia, en la interrogante de no ser escuchado se halla el accidente de la muerte, y sin embargo, el ser humano pide respuestas, aunque éstas sean sólo silencio.
Angustiosas voces permiten mirar la luz. Sedientas palabras arremeten contra la razón y el silencio del discurso revela soledad y miseria. Entonces cae la tarde. Llega la aurora. Y detrás de lo mirado, el Hombre, con sed en la garganta, denosta su ser.
Pasa el tiempo encima del espíritu. Interrogantes, inquisitorias preguntas rezumban en los labios. Y llega la desazón. El Hombre sin asidero. Aterrado, enuncia, regurgita, grita, calla, descansa. La incapacidad por no entender el llamado de las voces de Dios lo deja en la zozobra.
Inmerso en la tradición de la poesía que trata temas religiosos, hagiográficos o espirituales, El Llamado, de Saúl Ibargoyen, estructura un recorrido temporal e intemporal de la esencia del Hombre: su divinidad.
Escuchando ecos de San Juan, Santa Teresa, Velarde, Zaid, Sicilia, San Agustín, Ibargoyen interroga a su creador, desde la perspectiva de lo creado. Centrado, no como santo, sino como simple humano asido a la carne y el silencio, enjuicia y plagia su desazón intelectual y emocional; invoca y provoca su sensibilidad y la de Dios. Trata de romper el fino entramado, casi imposible de comprender sin la ayuda de la fe, del llamado de dios, la voz de la trinidad, el silencio del cosmos.
Estructurado por 45 poemas cortos, que a decir verdad pueden ser considerados aforismos o apotegmas por su carácter sentencial, El Lamado es otra posible respuesta al silencio omnipresente de Dios.
Todo ser humano que se jacte de serlo es por naturaleza religioso. Trata de unir su naturaleza humana con la divina. La primera lo mantiene asido a la tierra, a la materialidad, a la ignorancia; la segunda, sostiene un diálogo incesante con las fuerzas cósmicas, con lo inefable, con las voces del silencio. El caso de Ibargoyen no es la excepción.
El poemario inicia con el llamado en tiempo pasado y la certeza del sujeto lírico de no ser oído. Una lucha desigual que mantendrá al lector a la espectativa del llamado. Aquí, quizá se deba recordar la sentencia Rilkiana: escucha como antes los santos escuchaban. Ibargoyen no es santo, ni pretende serlo: el poeta busca entender, comprender el misterio divino, pero incapaz de escucharse a sí mismo invoca:

Te llamé
y no acudiste
porque yo mismo
no escuché mi llamado
.

La desazón del Hombre inicia donde el pensamiento y la imaginación no son capaces de pensar e imaginar. Sentir o desear lo etéreo resulta tarea imposible. Sólo por medio de la palabra se puede pertenecer al mundo. Sin el acto de la enunciación es imposible crear las cosas, el mundo. La palabra lo nombra y lo crea todo. Pero también lo destruye.
El poemario de Ibargoyen es el resultado de la reflexión de las posibilidades del logos, de la palabra, del acto del nombrar. Cada llamado es diferente, cada llamado elucubra, juzga, denosta, inquieta, renuncia, ama, llama, vive, hasta que dios es escuchado por el Hombre.
Los llamados van desde la incertidumbre de ser Hombre hasta la falta de entendimiento del alma y el espíritu, pasando por la comprensión de la noche y su quebranto. Hay que recordar que la contundencia del inicio del evangelio de Juan es más que incomprensible: en el principio era el verbo y el verbo era dios y habitó entre nosotros. De donde surgen varias interrogantes que aquejan a la mayoría de los seres humanos: si el verbo se hizo carne, por qué la carne se corrompe?, si fue sólo el principio del Nombre porque la palabra es inaudible al espíritu del hombre ? Preguntas de trascendencia teológica y ontogónica. Interrogantes que campearán a lo largo del poemario de Ibargoyen, cuyas respuestas las tendrá el lector.
Ese Te llamé, pretérito del modo indicativo, es una realidad acabada, concluida, que permite al poeta plantear la posibilidad de estar soñando una realidad eterna y etérea. Donde el llamado es una constante, una lucidez ininterrumpida que acrisola la certeza del espíritu del Hombre: la libertad de nombrar al mundo. En otras palabras, aquello que no se podía entender, que comenzó con una larga interrogación, lejos de la luz, cercano al deseo, buscando la pelea final y eterna, hallando el logos entre la sombra de la sombra y el sueño desierto en el sueño fértil, la soledad del verbo, ahora es un diálogo amoroso y terriblemente racional. Donde la emoción del Hombre y sus sentidos hallaron respuestas en el silencio. Como si se muriera y se naciera a la vez. Ya Santa teresa lo decía: “vivo sin vivir en mí/ de tal manera/ que muero porque no muero.”
Ibargoyen afirma:

Te llamé
porque estabas
como una luz de otoño
muy cerca de lo mío en mi.
Pero la voz de mi boca
te alejó
al no conocer tu nombre
al ponerlo en el aire
como una figura muerta
. ( p.15 )

Porque en el instante mismo de la disolución, el Hombre es pobre y miserable, criatura que nada entiende porque no alcanza a comprender en qué consisten sus sentidos, toda disolvencia del ser en su creador conlleva a la ausencia de los sentidos, como el éxtasis de los santos que permite mirar lo no mirado, escuchar lo inaudible y nombrar lo que jamás ha sido nombrado.
El culto de latría, sólo para dios, se describe en el poemario de Ibargoyen mediante la bifurcación de las voces del poeta. El sujeto lírico ya no es tres personas en una, sino cinco voces que son el resultado no sólo de la esencia humana, divina y erótica, sino de la comprensión de los cinco sentidos que permiten mirar la luz y el valor de la palabra.
En otro orden de ideas, el acierto del poemario no radica en la eterna interrogante de la no comprensión del misterio de dios, tampoco en la gran cantidad de comparaciones con elementos tangibles y etéreos, sino en la urgencia del reconocimiento interior a través del reentendimiento del valor del silencio; no sólo de la palabra, no sólo de lo que nombra: la capacidad de aislamiento del Hombre es infinita y, por ende, sólo necesita guardar silencio para escuchar las voces de Dios.

Te llamé
con voces que de mí
escapaban
para luego regresar
junto en todas
mis voces interiores
reunidas en un punto
sin ti
llamado silencio
, (p.24)

"Ego sum quisum", yo soy el que soy, Dios, ubicuo, omnipotente y omnipresente. Negación y afirmación; principio y fin. Soledad y compañía, Todo y nada. Esa es la interrogante que reverbera a lo largo del poemario de Ibargoyen. Donde nada escapa a su nombre pero nada puede definirlo. Es el eterno misterio divino desde la perspectiva del Hombre.

Te llamé
pero estabas en los comienzos
de un nuevo principio:
como un niño
en su luz de gelatina
como un reino oscuro
cuyas fronteras no tocan
ningún sitio sombrío
de esta tierra
, (p. 26)

El dios de Ibargoyen es distinto del de Sabines, del de San Juan, del de Santa Teresa. El del segundo es juguetón, terrible, pero bondadoso, bendito; el del Santo amoroso, llama viva; el de la Santa, oscuro, inmerso en una serie de moradas; el de aquél es inasible, innombrable, huidizo. En ocasiones indiferente. La necesidad del encuentro con el espíritu es eterna. Varios conceptos de dios para cada inteligencia y sensibilidad humanas.
Finalmente, la eterna verdad: Dios y el Hombre son uno mismo. Indisolubles cuando se hallan, separables cuando no se escucha la naturaleza de las cosas, de los seres, del principio del logos, del inicio del Nombre. Por ello, el final del poemario es intemporal. Todos los tiempos caben en unos versos, pero todo se ausenta. Es decir, Dios está donde la nada se halla.

Te llamé
te llamo
te llamaré
antes del después del ahora del nunca
para conocer tu perfecto silencio
, (p.55)

Es gratificante escuchar otra voz en el desierto. Una gesticulación en un mundo gobernado por la intransigencia, la desazón y la esquizofrenia social e individual. Un grito emancipador donde la carencia humanística es pan de cada día. El poemario de Ibargoyen, silencio de voces.

(MARTÍN MONDRAGÓN, 14 de julio de 2000)



EL LLAMADO
O LAS TRAMPAS DE LA VOZ


Como parte del programa de presentaciones realizado en memoria de Luis Mario Schneider, corresponde hoy presentar el número 37 de la colección Cuadernos de Malinalco, editada por el Instituto Mexiquense de Cultura. Agradable al tacto, he tenido entre las manos un nuevo libro de poemas de Saúl Ibargoyen, El llamado. Son 45 poemas breves en la extensión y en el verso; son un montón de plegarias al silencio, a la ausencia, a la invocación del nombre y de la sombra, los que forman El llamado. Todos comienzan con la afirmación: "Te llamé", y en ninguno el llamado encuentra una respuesta, pues se tropieza frecuentemente con un "pero": la torpeza y la impotencia de la propia voz, la incomprensión y la lejanía de la amada:

2

Te llamé
pero fueron palabras
que no podías oír
porque arrojé mi boca
por delante de ellas

9

Te llamé
fuera de la noche
pero no pudiste escuchar
con mis laios
me cerraron torpemente la boca.

El primer verso que se repite en cada poema, en lugar de convertirse en un motivo rígido y monótono, se vuelve dúctil y dinámico. O va seguido de una imposibilidad: “Te llamé… pero”; o incluye una explicación: “Te llamé… porque…”; o expresa un fin: “Te llamé… para…”; o es una consecuencia: “Te llamé… pues…”; o se detalla con qué y cómo se hace el llamado: “Te llamé… con…”, “Te llamé / ensimismado entre palabras”, “ Te llamé / vistiendo mis alientos”, “Te llamé / sabiendo que tu nombre / no es tu nombre”; o se especifica el lugar desde el que se llama: “Te llamé / desde una ciudad / carcomida por el humo / y besada por el polvo”.
Pero El llamado es más que un recuerdo de llamadas; la voz del sujeto es el instrumento de quien se busca y se encuentra a sí mismo mientras llama al ausente. Aunque la voz sea un instrumento poco confiable, porque a veces sólo esboza “un gesto equivocado”, el sujeto recurre a ella con el único asidero para verse en el espejo:

32

Te llamé
para nombrarme
pues mi voz
se duplica en tu nombre
y asi me hablas
desde tu otro silencio.

42

Te llamé
para escucharme
en ese nombre tuyo
que jamás me nombrará
con voz alguna.

El sujeto lírico nombra a quien se ha marchado y se halla, en la ausencia del otro, vacío de su propio ser y de su propia palabra:

26

Te llamé
porque toda esta boca
—con sus lenguas
y sus dientes
con su mojado cielo
y sus encías—
asi puede beber
los completos silencios
de su propia palabra.

Entonces, el sujeto llama incluso para saber que no ha perdido existencia corporal:

22

Te llamé
bajo el temor
de perder mis voces
y quedar vacio de mi.
Por eso mi carne me rodea
como una muralla.

El poemario termina cuando el poeta hace girar "las tres salivas" de su "única voz"; el llamado abarca los tres tiempos que desembocan en una ausencia perpetua: "te llamé / te llamo / te llamaré" es como decir también: "Te amé / te amo / te amaré". Ibargoyen decide poner el punto final en ese páramo de ausencias para dejar girando su saliva en todos los tiempos.

(CELENE GARGÍA ÁVILA, 17 de mayo de 1999)



PRESENCIA DE SAÚL IBARGOYEN EN MÉXICO

El primer contacto que tuve con la obra de Saúl Ibargoyen fue en los turbulentos años setenta. Para quienes dábamos nuestros primeros pasos en la lucha con el ángel de la poesía, pero teníamos la inquietud de ir más allá de un purismo estético ajeno a la contaminación social, nombres como los de este autor y el de Jorge Boccanera tenían un alto significado. No sólo porque había una coincidencia en cuanto a asumir posturas reivindicativas respecto a movimientos sociales latinoamericanistas o a temas afines, sino porque las banderas estéticas estaban impregnadas de posiciones ideológicas defendidas con firmeza y porque se estaba más allá del evidente panfleto. Esto enriquecía el panorama no sólo de la poesía mexicana de ese entonces»sino que era una especie de aliento en contra del silencio.
De tal manera que antologías como Poesía rebelde (1978), Poesía amorosa (1979) y Contemporánea en Latinoamérica (1982), representaron, por años, una primera escuela para acercarnos a la poesía de voces que ni soñábamos que existieran, voces jóvenes, voces caídas en combate antes de madurar poéticamente pero que se expresaban con la vehemencia que da el creer en un ideal y entregarse a él aunque la vida estuviera de por medio.
Nacido en Montevideo, Uruguay, en 1930, Ibargoyen Islas llegó exiliado a nuestro país hacia 1976. Después de una estancia de casi diez años regresó a su tierra natal, siendo a principios de los años noventa cuando vuelve de nuevo. En estas dos entregas, llamemos así a sus dos etapas de vida en México, la aportación a la cultura de nuestro país ha sido fundamental, aunque me da la impresión que de pronto desapercibida para quienes designan la intensidad de los espejos que fijan, pulen y dan esplendor a la fama, esa efímera evidencia de la frivolidad y el tedio que suele apropiarse de nuestra vida cultural.
En su primera incursión en tierras mexicanas, Saúl Ibargoyen fue una pieza clave del periódico Excélsior, en cuyas páginas culturales colaboró con frecuencia, pero sobre todo de la revista Plural, donde se desempeñó como subdirector en la segunda época.
Su obra literaria publicada es extensa y comprende géneros como la novela (La sangre interminable, Noche de espadasf Soñar la muerte), el cuento (Fronteras de Joaquín Coluna) y el teatro infantil (Los cuates de Candelita). Es en la poesía donde su bibliografía amplía sus fronteras, al ofrecernos una amplia variedad de títulos. Principia en 1954 con El pájaro en el pantano, al que le siguieron: El rostro desnudo (1956), El otoño de piedra (1958), El libro de la sangre (1959), Pasión para una sombra (1959), Un lugar en la tierraCiudad (1961), Límite (196Z), De este mundo (1963), Palabra por palabra (1969), Nuevo octubre (1978), Catálogo (1979), Poemas con amor (1979), El sonido del tiempo (1981), Historia de sombras (1983), Basura y más poemas (1991) y Poeta doméstico (1993), entre otras obras.
Debo confesar que no conozco toda la obra de Ibargoyen Islas, algunas de sus páginas son además inencontrables en México, por lo que el primero de sus libros al cual tuve acceso fue uno cuaderno titulado Catálogo, publicado en los Cuadernos Caligrama, impulsados hacia finales de los años setenta, hace precisamente 20 años, por el grupo del mismo nombre, con el incansable Xavier Rodríguez Araiza a la cabeza.
Me pareció extraña esa forma de hacer poesía y me dejó una sensación de búsqueda que me llevó a otras lecturas que a su vez me llevaron a otras. Este encuentro significó para mí un primer acercamiento real con la poesía latinoamericana contemporánea. Fuera de las voces identificadas con las causas populares, ya conocidos en ese entonces, digamos Vallejo, Neruda, Roque Dalton, Juan Gelman.
Visto a distancia Catálogo sigue siendo un muestrario representativo del discurso poético de este autor y aunque se trata de una voz que registra varias constantes, hay un tono que prevalece. Ese tono está delimitado, en principio, por una apariencia fragmentaria de la realidad, por un aire nostálgico y por la inducción de sensaciones que eluden el lirismo del verso como "unidad rítmica" y asumen una actitud manifiesta ante el ser y su circunstancia.
Anterior a Catálogo hay un cuaderno, Nuevo octubre, que no sé si se trata de su primera obra publicada en México. En esta obra el poeta delimita el mundo cuando dice: "el mundo no existe sólo por ti./ El mundo permite que haya/ pájaros crímenes banderas/ pasiones de insectos/ al pie de las colinas./ El mundo admite/ el poder del invierno/ los innumerables trabajos del aire". El poeta se convierte en un constante deudor de la duda, de la pregunta como reconocimiento de un universo poético que tiene que ver con el rumor de las maderas mojadas, el secreto abierto de las hojas insurrectas y con la humedad que desciende hacia el árbol. Alrededor de esta obra ondean las notas de un bandoneón y se oye un tango, lejanísimo de tan cercano.
El llamado (1998), es un libro de destellos donde el vacío, el olvido, el eco mismo, se estrellan en el silencio o en las sombras, y hasta en el reflejo de su propia luz. "Pero sólo el camino/ hacia la luz/ puede vivir dentro de la luz". La voz no quiere ser grito y es, sin embargo, la herida producto de una desgarradura: "...esta voz/ como una débil moneda/ vuelve a perderse".
Como la sombra, no volverá el recuerdo, con toda su luz a repetirse. El llamado es en cierto sentido un libro desolador, una síntesis de la búsqueda, el abandono y la pureza de la palabra que se tensa desde su fina resistencia.
Evocación y memoria aunque al final nadie conteste "¿Quién fue el vencedor/ si nadie sabe/ qué ha quedado/ después de la batalla?" Será que el tiempo, éste, reafirma la sentencia del poeta cuando canta: "...tiempos/ de sucias alabanzas/ y desprecios".
Para Pavese, la ciudad es una dadora de símbolos, sólo que a nadie le es dado conocer o poseer la planta de donde nacen dichos símbolos. "Se deja sembrar o podar -dice-, se deja abatir y quemar, pero ¿quién puede decir que esa planta es suya?" Y concluye: "Tanto vale aceptar el misterio y poblar la ciudad de símbolos, y el campo de presencias. Y amar todo esto, con cautela desesperada".
La cita de Pavese se revela aquí, a manera de conclusión, porque me parece que hay un poemario de Ibargoyen que sintetiza su encuentro con la ciudad: Poeta en México City. Un libro que, como dice su prologuista, "asume todos los riesgos de la escritura".
Poeta en México city es la crónica de calles heridas, de cicatrices, de miserias citadinas, de personajes que lo mismo extienden su miseria de circo pobre que el ácido de su desconsuelo. Hay en estas páginas: mercados, cantinas, cafés, artesanías, paisajes en desorden, piezas de un rompecabezas, al que hay que buscar un lugar también para el aire enrarecido, la lluvia, el polvo, el paso de los años, la rutina, el pulso de los tambores, las máscaras. Hay ciegos con sus violines solos, lanzallamas, ilusionistas, alebrijes en danza interminable y una presencia marítima recurrente. Mujeres: "Toda mujer es ninguna mujer:/ ...La ciudad de México es un mapa/ que orinan los turistas y los gatos/ una guía para muslos solitarios/ un directorio para bocas despojadas/ una carta para barcos alucinados/ un derrotero descalzo dibujándose/ en la piel/ de una mujer que es/ ninguna mujer..."
Montevideo o Nueva York, México u otras ciudades, sombras que se desvanecen en el desfiladero del dolor, de la presencia viva de quien anda, de quien ama. La palabra aparece aquí como una posibilidad infinita de voces que se cuelan a los rincones más ocultos del alma de la ciudad, entre la palabra y la ciudad, la poesía es el puente posible, el vaso que ha de llevar el agua del río al insondable mar.

(MARGARITO CUELLAR, 7 de diciembre de 1999)






 

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