Eran los tiempos de la gesta de un anciano guerrero que montaba un
desguazado corcel. Lo acompañaba un señor gordo, tosco y de dudoso parlar, quien trataba de que el burro adonde viajaba se acompasara al ritmo de la cabalgadura de su amo. Eran los tiempos de otros sucesos de maravilla: el unicornio de color morado pastaba en las altas nubes su hierba blanca, el gato multiforme se desvanecía y reaparecía en un bosque de muros y techos diamantinos, el semidiós llamado Herakles destruía un montón de monstruos
inimaginables, las princesas -de cuyos nombres ya nadie se acuerda- se
casaban con los príncipes vencedores del horrendo dragón, el indio de ojos
azules llamado Tabaré cumplía su heroico destino de malmorir de amor, el
cielo sobre el río grande como mar generaba los astros esplendentes que no
permiten dormir, la luna se retorcía en una quieta tempestad de siete colores, el sol más cercano ocultaba con su inmedible fuego las llamas de incontables soles y tremendas galaxias, los peces como mojarras nacían de las aguas sagradas de cualquier arroyo, las mariposas tensaban su vuelo como
navegando en los pétalos de las flores a que las alimentaban. Pero eran
tiempos de horror: en las calles del barrio empobrecido cundían la suciedad,
los ratones muertos de hambre y las violencias cotidianas; los niños
mayores, los predominantes, decían tú juegas o tú no juegas; había otros
niños venidos de países lejanos que habitaban sórdidos sótanos y comían
horribles sopas de papas y verduras negras; había locos que blasmefaban
contra su madre, mujeres que regresaban en las madrugadas con sus cuerpos
usados y cansados; había peluqueros que arrancaban el cabello con tijeras
mal afiladas; había momias que volvían a la vida para vengar afrentas y
llevar al delirio a hombres de ciencia y ladrones de tumbas...
El niño que era yo no distinguía la realidad de los libros, el cine y los
cuentos de la realidad de su mera existencia diaria. Entonces, en su cabeza
se mezclaban otros momentos y otras épocas que lo conducían a ciertas formas del pasado, a determinadas manifestaciones que lo alcanzarían más tarde, en edades distintas. Así, hasta hoy mismo, ese niño cree que no vive lo que está viviendo, sino que simplemente lo recuerda. No es una defensa contra las posibles agresiones de la realidad: fue (es) un modo de estar y tratar de ser en el mundo, o en la realidad, que es más pequeña que el mundo.
Por eso las palabras, que tienen un lugar impreciso de nacimiento, que
nunca sabemos cuándo van a desaparecer, cuándo perderán su sonido o su
signo, eran (son) el recurso único quizá para que el niño aquel pudiera
asentarse con toda su movilidad en la corriente general de los
acontecimientos. Así, aprendió no sólo a defenderse -y hubo muchas
agresiones-, sino a descubrir otras relaciones con las diferentes
apariencias de lo real, al punto de que su propia poesía es también una
apariencia. Es decir, oculta lo que muestra y exhibe lo que esconde. En el
fondo o en la superficie o a medias aguas de ese inmenso y cambiante océano del idioma, de la lengua común, hay sitios de los cuales el niño aquel
todavía extrae los costosos vocablos de su lengua propia, de su lenguaje
poético. Añajes pasarían antes de que el niño aquel descubriera -nadie se lo
enseñó- que la presencia indefinible que lo acompañaba y aún lo acompaña,
como una dulce sombra o una hiriente ausencia, era la Musa, la quizás
inalcanzable Musa. Por eso, seguirá buscando a la Musa, aunque parece que
estamos en tiempos de guerras indescriptibles, de insondables injusticias, de inconcebibles corrupciones; y la seguirá buscando para ponerle en la boca todas las palabras, todos los silencios, todos los cánticos: porque a veces la Musa no comprende, se distrae, se olvida que ella también debe cantar.
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