En cierto país, conocido por mí desde su edad larvaria (cuando apenas era en el mapa un punto rojo y vehemente), los habitantes, una vez al año, emprenden viaje masivo hacia las estribaciones del monte Zeta. Al frente van niños muy fuertes conduciendo a los hombres en vistosos palanquines. Las mujeres, protegidas con sus cascos de seda, limándose las uñas siempre más largas que un cuchillo de caza, cierran la marcha. Su misión es la de fortificar la retaguardia por si alguna pantera intrusa pretende apoderarse de los hombres, elementos demasiado pasivos y, por ende, los más débiles de la expedición. En realidad ya no se confía en ellos. Su temperamento muelle los releva de toda tarea fatigosa. Son tolerados porque aún cumplen funciones reproductoras, indispensables como a primera vista se entiende para la sobrevivencia del pueblo expedicionario.
Una vez al año el pueblo conduce su ristra de hombres intensamente debilitados, hacia altares del monte Zeta que ni la misma divinidad ha hollado. Tan absolutamente vírgenes son estos altares que no hay dios alguno instalado en ellos. De esa suerte, los expedicionarios veneran a un no dios, a un ser que no los protege, pero se conserva impune ante la blasfemia porque nunca ha existido.
Cada cinco de marzo la extraña caravana cruza de ida y vuelta al universo. Por el camino cuecen alimentos sobre flores amarillas pues ahí no se conoce el fuego natural. El verano, un prodigioso verano que se sigue de frente y devora las estaciones restantes, abandona el valle apenas un minuto por cada veinte siglos transcurridos. Cuando esto sucede, monarcas hembras sufren su menstruo de estrellas; sus cabellos tórnanse agitadas sierpes; el descontento de piedras cósmicas pone a las fuerzas soterradas a punto de erupción.
Como antes se dice, el caos dura apenas un minuto y el temblor universal es tan leve que los cuadros de las paredes ni siquiera violan el mandato de la simetría.
Yo conozco ese país. No es irreal ni verdadero. No tiene ubicación ni deja de tenerla. Pero mis dedos, severamente desyemados y ardidos, son la constancia de que existe.
De: Poesía Reunida
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