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palabra virtual

La voz de Jorge Zalamea. El sueño de las escalinatas    
    Editora del fonograma:    
    H.J.C.K.    
por Jorge Zalamea    
Colaboración: Álvaro Castaño Castillo, fundador y director de la emisora HJCK    

    Este poema forma parte del acervo de la audiovideoteca
    de Palabra Virtual

Y ya se lanza la carga… (El sueño de las escalinatas 7)


Y ya se lanza la carga, oh creyentes, contra los Templos.

Hasta ahora anduvimos bajo el engaño y el terror de innúmeros dioses incógnitos y adversos:

Todas aquellas galaxias y nebulosas de tan lenta o vertiginosa gravitación, interrogadas por el hombre y sin poder cosa distinta a traspasar al hombre su escamada subienda de estrellas, su fulgurante proliferación de astros y ese polvo sideral de los aerolitos que es el raudo testimonio de la inexorable cólera del cielo;

todas esas rocas retorcidas y esas piedras agujereadas ante las cuales hacían temerosas reverencias los hombres de endebles huesos;

todas esas hogueras que alelaban al hombre mismo que las encendía;

todos esos surtidores hirvientes, todas esas yertas lagunas, todas esas fuentes, todos esos ríos, y el Mar: veneración del agua por el hombre, espantado por el monzón, la inundación y el diluvio;

todo ese follaje de plumas agoreras, toda esa muda ritual y misteriosamente amenazante del plumaje;

toda esa sangre vertida en los circenses juegos holocáusticos; toda esa sangre resbalando por aquellas otras escalinatas de los aztecas; toda esa espesa ducha de sangre de los bautismos mítricos; toda esa sangre perlada sobre la piel de los derviches flagelantes; toda esa sangre bebida en el cáliz católico; toda esa sangre desatada en las degollinas de los Bandoleros de Dios; toda esa sangre freída en las hogueras de los inquisidores; ¡toda esa sangre exprimida y humeante en los lagares de los terribles dioses ignotos!

¡Y doblegados siempre vosotros bajo tal tormenta divina!

Con la planta de los pies desnuda y quemada por la arcilla de las más viejas edades, o desollada por cemento de las más nuevas ciudades, buscando ávidamente la consolación ultraterrena...

Hombre de siempre, hermano mío, lanzado desde el doble orbe testicular del padre hacia la noche lacerada del ovario materno: aferrándote allí y allí proliferando; creciendo allí en tal tibieza y tal ternura para irrumpir, llegada la hora, por el valle convulso de los muslos, con la frente blanda pero ya arrugada por la adivinación del difícil conato de vivir y perdurar entre las amenazas de los dioses y las exacciones de los Templos.

También tuvieron esos Templos un humilde comienzo. ¿Recordáis cómo al filo de los siglos y al hilo de vuestros sentimientos, comenzasteis por modelar esos túmulos de arcilla —a medida de un cadáver en cuclillas—, ante los cuales la piadosa familia quemaba luego pajuelas aromáticas, granos secos y cándidos juguetes de papel? ¿Esos túmulos contra los cuales se rascaban los búfalos; esos túmulos que servirían de punto de aproximación y de oteo a ciertas aves de rapiña?

Y otras veces, cavando con dedos y uñas en los altos farallones de arcilla y de pizarra burdos nidos para empollar en ellos vuestros ensueños y emplumar en ellos vuestras esperanzas. Y más tarde, ¿recordáis cómo hicisteis de esos modestos nichos el pequeño escenario en que mimaban su eterna ternura Rama y Sita; o pataleaba su pesada danza el alegre Ganesh, mi patrono; o el Buda de enorme ombligo oblicuo se regodeaba con la belleza del mundo y la variedad de la vida, repartiendo la contagiosa risa que sacudía todos los pliegues de su jocunda obesidad?

Dioses creados a semejanza del hombre, al dictado de su sed de alegría, idénticos a su eterno afán de amor.

¿Y qué sucedió luego, oh creyentes? ¿A dónde pasaron vuestros modestos lares, vuestros pequeños nichos aleteantes de cándidos plumones, vuestros nimios altares urdidos entre las raíces de los árboles más ilustres o esculpidos en las losas del torrente en la alta meseta andina?

¡Cuán prolongado y tenebroso engaño!

Hombres de toda condición en esta audiencia; hombres de toda opinión en ella; hombres de toda fe, de toda creencia, de toda parcialidad en nuestra audiencia; hombres de idéntica miseria bajo los pendones y los símbolos de los expoliadores: ved en qué se trocaron los nidos en que tratasteis de albergar el exceso de ternura de vuestra condición.

Todo este esplendor de cobre y de ladrillo; de piedra y de oro; de mármol y de plata; de olorosas maderas y lucientes cuarzos; toda esta enceguecedora sucesión de los Templos que sustentan a los Palacios aquí mismo, sobre las escalinatas, reflejándose orgullosamente en el sucio espejo cómplice del Río.

De la misma manera que vuestros verdugos supieron convertir en otros tantos símbolos engañosos al mono codicioso y olvidadizo, a la vaca estulta y mansa, al cocodrilo paciente y voraz, al elefante que puede ser tan iracundo como amoroso, también transformaron vuestros tiernos lares en estos Templos ostentosos que riegan sus bendiciones de fuego con las manos calcinadas de los shamanes pirolácricos; sus bendiciones de ceniza con los engarabitados dedos de los fakires; sus bendiciones de humo con las manos sudosas de los bonzos dopados con la más bella e idiota metafísica.

Escuchad bien esos gritos de pregoneros que se expanden desde el estrecho pasillo del alto minarete, anunciando —¡oh coimes de un burdel paradisíaco!— el revolar de las huríes a la llegada de los guerreros desjarretados, desventrados, degollados en la guerra santa y condenados luego al eterno deleite de las altas mozas, menos orgullosas de los racimos de sus senos, del escudo de su vientre y del delta de su sexo, que alucinadas por el goloso glogloteo de sus gimientes gargantas de grandes guacamayas blancas.

Y esos otros vendedores de bulas e indulgencias, vociferando su sagrada mercancía en el altozano de las iglesias, entre una muchedumbre de apestados, de leprosos, de inválidos de guerra, de siervos de la gleba, tasando el sello negro o rojo de sus títulos como papel de peaje para el purgatorio y la bienaventuranza ultraterrena.

Y los de más allá ofreciendo el nirvana a cambio del difícil e inútil suicidio de los sentidos; a trueque de la abdicación de la simple, hermosa y siempre contradicha condición humana.

Oíd bien cómo todos esos vendedores de póliza sólo os ofrecen una seguridad ultraterrena a cambio de vuestro sudor y vuestra sangre aquí en la tierra.

¡No más aras!

¡No más Templos!

¡Sólo campos!

¡Sólo aradas del hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!



7 de: El sueño de las escalinatas



JORGE ZALAMEA






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