Igual, la flor retorna
a limitarnos el instante azul,
a dar una hermandad gustosa a nuestro cuerpo,
a decirnos, oliendo inmensamente,
que lo breve nos basta.
Lo breve al sol de oro, al aire de oro,
a la tierra de oro, al áureo mar;
lo breve contra el cielo de los dioses,
lo breve enmedio del oscuro no,
lo breve en suficiente dinamismo,
conforme entre armonía y entre luz.
Y se mece la flor, con el olor
más rico de la carne,
olor que se entra por el ser y llega al fin
de su sinfín, y allí se pierde,
haciéndonos jardín.
La flor se mece viva fuera, dentro,
con peso exacto a su placer.
Y el pájaro la ama y la estasía,
y la ama, redonda, la mujer,
y la ama y la besa enmedio el hombre.
¡Florecer y vivir, instante
de central chispa detenida,
abierta en una forma tentadora;
instante sin pasado,
en que los cuatro puntos cardinales
son de igual atracción dulce y profunda:
instante del amor abierto
como la flor!
Amor y flor en perfección de forma,
en mutuo sí frenético de olvido,
en compensación loca,
olor, sabor y olor,
color, olor y tacto, olor, amor, olor.
El viento rojo la convence
y se la lleva, rapto delicioso,
con un vivo caer que es un morir
de dulzor, de ternura, de frescor;
caer de flor en su total belleza,
volar, pasar, morir de flor y amor
en el día mayor de la hermosura,
sin dar pena en su irse ardiente al mundo,
ablandando la tierra sol y sombra,
perdiéndose en los ojos azules de la luz!
De: La estación total
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