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Juan Ramón Jiménez. Premio Nobel 1956. Antolojía personal    
    Editora del fonograma:    
    Visor Libros    
por Juan Ramón Jiménez    

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    de Palabra Virtual

Espacio (Fragmento)


Los dioses no tuvieron más sustancia
que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos,
la sustancia de todo lo vivido
y de todo lo por vivir. No soy presente sólo,
sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo
a un lado y otro, en esta fuga,
rosas, restos de alas, sombra y luz,
es sólo mío,
recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido.
¿Quién sabe más que yo, quién,
qué hombre o qué dios, puede,
ha podido, podrá decirme a mí
qué es mi vida y mi muerte, qué no es?
Si hay quien lo sabe,
yo lo sé más que ése, y si lo ignora,
más que ése lo ignoro.
Lucha entre este saber y este ignorar
es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos
como pájaros, pájaros igual que flores,
flores soles y lunas, lunas soles
como yo, como almas, como cuerpos,
cuerpos como la muerte y la resurrección,
como dioses. Y soy un dios
sin espada, sin nada
de lo que hacen los hombres con su ciencia;
sólo con lo que es producto de lo vivo,
lo que se cambia todo; sí, de fuego
o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos
otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido
en el sol y del sol he venido aquí a la sombra,
¿soy del sol, como el sol alumbro? y mi nostaljia,
como la de la luna, es haber sido sol
y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris
cantando como canto yo. Adiós iris, iris,
volveremos a vernos, que el amor
es uno solo y vuelve cada día.
¿Qué cosa es este amor de todo, cómo se me ha hecho
en el sol, con el sol, en mí conmigo?
Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo,
luz divina y terrena los fundía
en clara plata oro inmensidad,
en doble y sola realidad;
una isla flotaba entre los dos,
en los dos y en ninguno, y una gota
de alto iris perla gris temblaba en ella.
Allí estará esperándome el envío
de lo que no me llega nunca de otra parte.
A esa isla, ese iris, ese canto
yo iré, esperanza májica, esta noche.
Que inquietud en las plantas al sol puro,
mientras, de vuelta a mí, sonrío
volviendo ya al jardín abandonado.
¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar,
esperan, como un yo, lo que me espera,
más que ocupar el sitio que ahora ocupan
en la luz, más que vivir como vivimos, más
que quedarse sin luz, más que
dormirse y despertar? Enmedio hay,
tiene que haber un punto, una salida,
el sitio del seguir más verdadero,
con nombre no inventado, diferente
de eso que es diferente e inventado,
que llamamos, en nuestro desconsuelo,
Edén, Oasis, Paraíso, Cielo,
pero que no lo es, y que sabemos
que no lo es, como los niños
saben que es no lo que no es que anda con ellos.
Contar, cantar, llorar, vivir acaso,
«elogio de las lágrimas», que tienen (Schubert,
tenido entre criados por un dueño)
en su iris roto lo que no tenemos,
lo que tenemos roto, desunido.
Las flores nos rodean
de voluptuosidad, olor, color, forma sensual;
nos rodeamos de ellas, que son sexos
de colores, de formas, de olores diferentes;
enviamos un sexo en una flor,
dedicado presente de oro de ideal,
a un amor virgen;
sexo rojo a un glorioso, sexos blancos
a una novicia, sexos violetas
a la yacente. Y el idioma,
qué confusión; qué cosas nos decimos
sin saber lo que nos decimos.
Amor, amor, amor (lo dijo Yeats)
«amor en el lugar del escremento».
¿Asco de nuestro ser, nuestro principio
que más nos vive y más nos muere?
¿Qué es, entonces, la suma que no resta;
dónde está, matemático celeste,
y nuestro fin; asco de aquello
la suma que es el todo y que no acaba?
Hermoso es no tener lo que se tiene,
nada de lo que es fin para nosotros,
es fin, pues que se vuelve
contra nosotros, y el fin nunca se nos vuelve.
Aquel chopo de luz me lo decía,
en Madrid, contra el aire turquesa del otoño:
«Termínate en ti mismo como yo».
Todo lo que volaba alrededor,
qué raudo era, y él qué insigne
con lo suyo, en lo suyo, verde y oro,
sin mejor en lo verde que en el oro.
Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas
me rodean, me envuelven en su ritmo,
en su gracia, en su fuerza delicada, y yo me olvido
de mí entre ello, y bailo y canto,
y río y lloro por los otros embriagado.
¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa
más que este vivir de cambio y gloria?
Yo oigo siempre esa música que suena
en el fondo de todo, más allá;
ella es la que me llama desde el mar;
por la calle, en el sueño.
A su aguda y serena desnudez,
siempre estraña y sencilla,
el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo.
¡Qué letra,
luego, la suya!
El músico mayor tan sólo la ahuyenta.
Pobre del hombre
si la mujer oliera, supiera siempre a rosa.
Qué dulce la mujer normal, qué tierna,
qué suave (Villón), qué forma de las formas,
qué esencia, qué sustancia
de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres;
la mujer, madre, hermana, amante.
Luego, de pronto, esta dureza
de ir más allá de la mujer,
de la mujer que es nuestro todo, donde
debiera terminar nuestro horizonte.
Las copas de veneno,
qué tentadoras son, y son de flores, yerbas y hojas.
Estamos rodeados de veneno
que nos arrulla como el viento,
arpas de luna y sol en ramas tiernas,
colgaduras ondeantes venenosas
y pájaros en ellas, como estrellas de cuchillo;
veneno todo, y el veneno
nos deja a veces no matar.
Eso es dulzura, dejación
de un mandato, y eso es pausa y escape.


Entramos por los robles melenudos;
rumoreaban su vejez cascada,
oscuros, rotos, huecos, monstruosos,
con colgados de telarañas fúnebres;
el viento les mecía las melenas,
en medrosos, estraños ondeajes,
y entre ellos, por la sombra baja, honda,
venía el rico olor del azahar,
de las tierras naranjas, grito
ardiente con gritillos blancos
de muchachas y niños.
Un árbol paternal, de vez en cuando,
junto a una casa, sola en un desierto
(seco y lleno de cuervos; aquel tronco
huero, gris, lacio, a la salida del verdor profuso,
con aquel cuervo muerto, suspendido
por una pluma de una astilla,
y los cuervos aún vivos posados ante él
sin atreverse a picotarlo, serios).
Y un árbol sobre un río. Qué honda vida
la de estos árboles, qué personalidad,
qué inmanencia, qué calma, qué llenura
de corazón total queriendo darse;
(aquel camino que partía
en dos aquel pinar que se anhelaba);
y por la noche, qué rumor
de primavera interna en sueño negro.
Qué amigo un árbol, aquel pino, verde, grande,
pino redondo, verde,
junto a la casa de mi Fuentepiña;
pino de la Corona, ¿dónde estás?,
¿estás más lejos que si yo estuviera lejos?
Y qué canto me arrulla tu copa milenaria
que cobijaba pueblos y alumbraba de su forma
rotunda y vigilante al marinero.
La música mejor
es la que suena y calla, que aparece
y desaparece,
la que concuerda, en un «de pronto»,
con nuestro oír más distraído.
Lo que fue esta mañana ya no es,
ni ha sido más que en mí, gloria suprema,
escena fiel, que yo, que la creaba,
creía de otros más que de mí mismo.
Los otros no lo vieron; mi nostalgia,
que era de estar con ellos,
era de estar conmigo, en quien estaba.
La gloria es como es, nadie la mueva,
no hay cosa que quitar ni que poner,
y el dios actual está muy lejos, distraído
también con tanta menudencia grande que le piden.
Si acaso, en sus momentos
de jardín, cuando acoje al niño libre,
lo único grande que ha creado,
se encuentra pleno en un sí pleno.
Qué bellas estas flores secas
sobre la yerba fría del jardín que ahora
es nuestro. ¿Un libro, libro?
Bueno es dejar un libro
grande a medio leer, sobre algún banco,
lo grande que termina; y hay que darle
una lección al que lo quiere terminar,
al que pretende que lo terminemos.


Grande es lo breve
y si queremos ser y parecer más grandes,
unamos con amor. El mar no es
más que gotas unidas, ni el saber
que palabras unidas, ni el amor
que murmullos unidos, ni tú, cosmos,
que cosmillos unidos. Lo más bello
es el átomo último,
el solo indivisible
y que por serlo no es, ya más, pequeño.
Unidad de unidades es lo uno;
y qué viento más plácido levanta
esas nubes menudas al cénit,
qué dulce luz en esta suma roja única.
Suma es la vida suma, y dulce.
Dulce como esta luz era el amor,
qué plácido este amor también. Sueño, ¿he dormido?
Hora celeste y verde toda y solos,
hora en que las paredes y las puertas
se desvanecen como agua, aire,
y el alma sale y entra en todo, de y por todo,
con una comunicación de luz y sombra.
Todo ve con la luz de dentro, todo es dentro,
y las estrellas no son más que chispas
de nosotros que nos amamos,
perlas bellas
de nuestro roce fácil y tranquilo.
Qué luz tan buena para nuestra vida
y nuestra eternidad. El riachuelo iba
hablando bajo por aquel barranco,
entre las tumbas, casas de las laderas verdes;
valle dormido, valle adormilado.
Todo estaba en su verde, en su flor; los mismos muertos
en verde y flor de muerte;
la piedra misma estaba en verde y flor de piedra.
Allí se entraba y se salía
como en el lento anochecer, del lento amanecer.
Todo lo rodeaba piedra, cielo, río;
y cerca el mar, más muerte que la tierra,
el mar lleno de muertos de la tierra,
sin casa, separados, engullidos
por una variada dispersión.
Para acordarme de porqué he nacido,
vuelvo a ti, mar. «El mar que fue mi cuna,
mi gloria y mi sustento,
el mar eterno y solo
que me llevó al amor»; y del amor
es este mar que ahora
viene a mis manos, ya más duras,
como un cordero blanco
a beber la dulzura del amor.
Amor el de Eloísa; qué ternura,
qué sencillez, qué realidad perfecta.
Todo claro y nombrado con su nombre
en llena castidad. Y ella, enmedio de todo,
intacta de lo bajo entre lo pleno.
Si tu mujer, Pedro Abelardo, pudo ser así,
el ideal existe, no hay que falsearlo.
Tu ideal existió, ¿por qué lo falseaste,
necio Pedro Abelardo?
Hombres, mujeres, hombres,
hay que encontrar el ideal, que existe.
Eloísa, Eloísa, ¿en qué termina
el ideal, y di, qué eres ahora
y dónde estás? ¿Por qué, Pedro Abelardo vano,
la mandaste al convento y tú te fuiste
con los monjes plebeyos, si ella era,
el centro de tu vida, su vida, de la vida,
y hubiera sido igual contigo ya capado,
que antes, si era el ideal? No lo supiste
y yo soy quien lo sé, desobediencia
de la dulce obediente, plena gracia.
Amante, madre, hermana, niña tú, Eloísa,
qué bien te conocías y te hablabas,
qué tiernamente te nombrabas a él,
y qué azucena verdadera fuiste.
Otro hubiera podido oler la flor
de la verdad fatal que dio tu tierra.
No estaba seco el árbol del invierno,
como se dice, y yo creí en mi juventud;
como yo, tiene el verde, el oro, el grana
en la raíz y dentro, muy adentro, tanto
que llena de color doble infinito.
Tronco de invierno soy, que en la muerte
va a dar de sí la copa doble llena
que ven sólo como es los deseados.
Vi un tocón, a la orilla del mar neutro;
arrancado del suelo, era
como un muerto animal; la muerte daba
a su quietud seguridad de haber estado vivo;
sus arterias cortadas con el hacha,
echaban sangre todavía. Una miseria,
un rencor de haber sido así arrancado
de la tierra, salía de su entraña endurecida
y se espandía con el agua y por la arena,
hasta el cielo infinito, azul.
La muerte, y sobre todo, el crimen,
da igualdad a lo vivo, lo más y menos vivo,
y lo menos parece siempre con la muerte más.
No, no era todo menos, como dije un día, «todo es menos»,
todo era más, y por haberlo sido,
es más morir para ser más, del todo más.
¿Qué ley de vida juzga con su farsa
a la muerte sin ley y la aprisiona
en la impotencia? Sí, todo, todo ha sido más
y todo será más. No es el presente
sino un punto de apoyo o de comparación,
más breve cada vez; y lo que deja
y lo que coge, más, más grande.
No, ese perro que ladra al sol caído,
no ladra en el Monturrio de Moguer,
ni cerca de Carmona de Sevilla,
ni en la calle Torrijos de Madrid;
ladra en Miami, Coral Gables, La Florida,
y yo lo estoy oyendo allí,
allí, no aquí, no aquí, allí, allí.
Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye;
y la sombra que viene llena el punto
redondo que ahora pone el sol sobre la tierra,
como un agua su fuente,
el contorno en penumbra alrededor;
y alrededor, después, todos los círculos
que llegan hasta el límite redondo
de la esfera del mundo, y siguen, siguen.
Yo te oí, perro, siempre,
desde mi infancia, igual que ahora; tú no cambias
en ningún sitio, eres igual
a ti mismo, como yo. Noche igual,
todo sería igual si lo quisiéramos,
si serlo lo dejáramos. Y si dormimos,
qué abandonada queda la otra realidad.
Nosotros les comunicamos a las cosas
nuestra inquietud de día, de noche nuestra paz.
¿Cuándo, cómo duermen los árboles?
«Cuando los deja el viento dormir», dijo la brisa.
Y cómo nos precede, brisa quieta y gris, el perro fiel
cuando vamos a ir de madrugada
adonde sea, alegres o pesados;
él lo hace todo, triste o contento, antes que nosotros.
Yo puedo acariciar como yo quiera
a un perro, un animal cualquiera, y nadie dice nada;
pero a mis semejantes no, no está bien visto
hacer lo que se quiera con ellos, si lo quieren
como un perro.
Vida animal, ¿hermosa vida? ¡Las marismas
llenas de bellos seres libres, que me esperan
en un árbol, un agua o una nube,
con su color, su forma, su canción, su gesto,
su ojo,
su comprensión hermosa,
dispuestos para mí que los entiendo!
El niño todavía me comprende,
la mujer me quisiera comprender,
el hombre... no, no quiero nada con el hombre,
es estúpido, infiel, desconfiado1
y cuando más adulador, científico.
Cómo se burla la naturaleza
del hombre, de quien no la comprende como es.
Y todo debe ser o es echarse a dios
y olvidarse de todo lo creado
por dios, por sí, por lo que sea.
«Lo que sea», es decir, la verdad única,
yo te miro como me miro a mí
y me acostumbro a toda tu verdad como a la mía.
Contigo, «lo que sea», soy yo mismo,
y tú, tú mismo, misma, «lo que seas».
¿El canto?
¡El canto, el pájaro otra vez!
¡Ya estás aquí, ya has vuelto, hermosa, hermoso,
con otro nombre,
con tu pecho azul gris cargado de diamante.
¿De dónde llegas tú,
tú en esta tarde gris con brisa cálida?,
¿qué dirección de luz y amor
sigues entre las nubes de oro cárdeno?
Ya has vuelto a tu rincón verde sombrío.


¿Cómo tú, tan pequeño, di, tú lo llenas todo
y sales por el más?
Sí, sí, una nota de una caña,
de un pájaro, de un niño, de un poeta,
lo llena todo y más que el trueno.
El estrépito encoje, el canto agranda.
Tú y yo, pájaro, somos uno;
cántame, canta tú, que yo te oigo,
que mi oído es tan justo por tu canto;
ajústame tu canto más a este oído mío
que espera que lo llenes de armonía.
Vas a cantar, toda otra primavera,
vas a cantar.
¡Otra vez tú, otra vez la primavera,
la primavera enmedio de la primavera!
Si supieras lo que eres para mí.
¿Cómo podría yo decirte lo que eres,
lo que eres tú, lo que soy yo, lo que eres para mí?
¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno,
pájaro de la gracia y de la gloria,
humilde, delicado, ajeno,
ángel del aire nuestro,
derramador de música completa!
Pájaro, yo te amo, como a la mujer,
a la mujer, tu hermana más que yo.
Sí, bebe ahora el agua de mi fuente,
pica la rama, salta lo verde, entra, sal,
rejistra toda tu mansión de ayer,
mírame bien a mí, pájaro mío,
consuelo universal de hombre y mujer, mujer y hombre.
Vendrá la noche inmensa, abierta toda,
en que me cantarás del paraíso,
en que me harás el paraíso, aquí, yo, tú,
aquí, ante el echado insomnio de mi ser.
Pájaro, amor, luz, esperanza,
nunca te he comprendido como ahora,
nunca he visto tu dios como hoy lo veo,
el dios que acaso fuiste tú y que me comprende.
Los dioses no tuvieron más sustancia
que la que tienes tú.
¡Qué hermosa primavera nos aguarda
en el amor, fuera del odio!
¡Ya soy feliz! ¡El canto, tú y tu canto!
El canto...
Yo vi jugando al pájaro y la ardilla,
al gato y la gallina, al elefante
y al oso, al nombre con el hombre.
Yo vi jugando al hombre con el hombre,
cuando el hombre cantaba. No, este perro no levanta
los pájaros, los mira, los comprende,
los oye, se echa al suelo, y calla y sueña ante ellos.
¡Qué grande el mundo en paz, qué azul tan bueno
para el que puede no gritar, puede cantar,
cantar y comprender y amar!
Inmensidad, en ti y ahora vivo;
ni montañas, ni casi piedra, ni agua,
ni cielo casi, inmensidad
y todo y sólo inmensidad;
esto que abre y que separa
el mar del cielo, el cielo de la tierra,
y, abriéndolos y separándolos,
los deja más unidos y cercanos,
llenando con lo lleno lejano la totalidad.
Espacio y tiempo y luz en todo yo,
en todos y yo y todos.
Yo con la inmensidad. Esto es distinto,
nunca lo sospeché y ahora lo tengo.
Los caminos son sólo entradas o salidas
de luz, de sombra, sombra y luz, y todo vive en ellos
para que sea más inmenso yo,
y tú seas.
Qué regalo de mundo, qué universo májico,
y todo para todos, para mí. Yo, universo inmenso,
dentro, fuera de ti, segura inmensidad.
Imájenes de amor en la presencia
concreta; suma gracia y gloria de la imajen,
¿vamos a hacer eternidad, vamos a hacer la eternidad,
vamos a ser eternidad,
vamos a ser la eternidad?
Vosotras, yo, podremos
crear la eternidad una y mil veces,
cuando queramos. Todo es nuestro
y no se nos acaba nunca. ¡Amor,
contigo y con la luz todo se hace,
y lo que hace el amor no acaba nunca!



                                                            (Por La Florida, 1941-42)



De: En el otro costado



JUAN RAMÓN JIMÉNEZ






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