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La gatomaquia    
    Editora del fonograma:    
    Entre Voces    
por José Luis Ibáñez    

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La gatomaquia (4)


SILVA IV


Quien dice que el amor no puede tanto,
que nuestro entendimiento
no puede sujetarle, es imposible
que sepa qué es amor, que reina en cuanto
compone alguna parte de elemento
en el mundo visible.
¡Oh fuerza natural incomprehensible!
Que en todo cuanto tiene
una de las tres almas,
a ser el alma de sus almas viene.
¿Quién no se admira de mirar las palmas
en la región del África desnuda,
cuando su fruto en oro el color muda,
con sólo aquel ardor vegetativo
amarse dulcemente?
Que en lo demás que siente,
no es mucho que de amor el fuego vivo
imprima sentimiento
y natural deseo
con lazos de pacífico himeneo.
La fiera, el ave, el pez, en su elemento
todos aman y quieren
por la razón de bien, lo que es amable;
pues ama lo que es sólo vegetable,
si de ningún sentido, el bien infieren,
entre las cosas que por él adquieren
algún conocimiento
(perdonen cuantas aves y animales
de su distinto gozan elemento),
ningunas son iguales
en amor a los gatos,
exceptando las monas,
que hasta en esto se precian de personas,
y ya que no en esencia, en ser retratos;
porque acontece, con el hijo al pecho,
abrazalle con lazo tan estrecho,
que le hacen exhalar la sensitiva
alma vital. Así el amor les priva,
que fue en la estimativa conocido,
del natural sentido;
y si por opinión crítico alguno
tiene que amor tan loco
no puede haber animal ninguno,
váyase poco a poco
al africano Tetüán, donde
verá cómo, a los árboles trepando
está del hombre semejanza propia,
de que hay allí gran copia,
ya sale con el hijo, ya se esconde,
y a los que van y vienen caminando,
con risa de monesco regocijo,
muestra el peloso hijo.
Mas no fuera disparate,
si no es que en ellas trate,
ir por ver una mona
hasta el África un hombre;
que si de Tito Lívio llevó el nombre
muchos hombres a Roma, fue corona
de los historiadores;
que sólo aquellas cosas superiores,
dignas por fama de admirable espanto
es bien que cuesten tanto,
como ver a Venecia,
perche qui non la vede non la precia,
que al cielo desde el agua se avecina,
y en góndolas por coches se camina.

Los gatos, en efecto,
son del Amor un índice perfecto,
que a los demás prefiere;
y quien no lo creyere
asómese a un tejado
con frías noches de un invierno helado,
cuando miren las Hélices nocturnas
las estrelladas urnas
del frígido Acüario;
verá de gatos el concurso vario
por los melindres de la amada gata
que sobre tejas de escarchada plata
su estrado tiene puesto,
y con mirlado gesto
responde a los maúllos amorosos
de los competidores,
no de otra suerte, oyendo sus amores,
que Ángelica la Bella,
de Ferragut y Orlando,
amantes belicosos,
cuando andaban por ella
sin comer y dormir, acuchillando
franceses y españoles,
de que no se le dio dos caracoles.
¿Qué cosa puede haber con que se iguale
la paciencia de un gato enamorado,
en la canal metido de un tejado
hasta que el alba sale,
que en vez de rayos coronó el oriente
de carámbanos frígidos la frente?
Pues sin gabán, abrigo ni sombrero
Febo oriental le mirará primero
que él deje de obligar con tristes quejas
las de su gata rígidas orejas,
por más que el cielo llueva
mariposas de plata cuando nieva.
Mas dejando cansadas digresiones
que el Retórico tiene por viciosas,
aunque en breves paréntesis, gustosas,
presos los dos gatíferos campiones
por no querer hacer las amistades
y responder soberbias libertades,
dicen que Zapaquilda
y la bella Micilda,
tapadas de medio ojo
con sus mantos de humo,
que es llegar a lo sumo
de un amoroso antojo,
fueron a ver sus presos;
que en tanta autoridad tales excesos
parecen desatino.
En fin, Micilda enamorada vino,
con que toda objeción Amor responde;
así la infanta doña Sancha al conde
Garcí Fernández, preso, visitaba,
en la oscura prisión del rey su padre,
dicen que con deseos de ser madre,
que había días que sin él estaba.
Cada cual de las dos imaginaba
que la otra venía
por el que ella quería,
y con este engañado pensamiento,
que nunca tienen mucho fundamento
los celos, comenzaron a mirarse
en manifestación de sus enojos,
tirándose relámpagos los ojos.
¡Oh, quién las viera entonces levantarse
sobre los pies, derechas,
a ver si eran verdades las sospechas,
y de ser descubiertas recatarse!
Condición de los celos esconderse,
quererse declarar y no atreverse;
que como son desprecio del paciente
huye de que se entienda lo que siente;
que amar siempre se tuvo por nobleza,
y los celos por acto de bajeza,
como si amor pudiese estar sin celos,
que más pueden estar sin sol los cielos;
testigo Juno y P[r]ocris, a quien llora
Céfalo, por los celos de la Aurora.
En fin, después de sufrimiento tanto,
quitó Micilda de la cara el manto
a la siempre celosa Zapaquilda;
y ella, echando las uñas a Micilda,
con el rebozo, el moño.
No suele por los fines del otoño
quedar la vid ñudosa en los sarmientos
de los marchitos pámpanos robada,
sin resistencia a los primeros vientos,
que con nevado soplo y boca helada
cierzo dejó cadáver con la fiera
mano que floreció la primavera,
como las dos quedaron en la rifa;
ni Fátima y Jarifa
por el abencerraje Abindarráez,
ni por Martín Peláez,
que del Cid heredó la valentía,
doña Urraca y María de Meneses,
aquella a quien pedía
con palabras corteses
las nueces su galán, si no bailaba:
así celoso amor las provocaba.
En fin, a puros tajos y reveses
de las rapantes uñas aguileñas,
desmoñadas las greñas
y el solimán raído,
quedaron desmayadas sin sentido,
haciendo cada cual la gata morta.
No fue con esto la prisión más corta
pero salieron della finalmente,
que el tiempo, con los bienes o los males,
dejando siempre atrás todo accidente,
que fue final acción de los mortales,
vuela sin detenerse
dejándose llegar para perderse.
Así pasó la gloria de Numancia,
y la brava arrogancia
de la fuerte Sagunto,
porque la tierra toda es solo un punto
de la circunferencia de los cielos.
Pero ¿qué desatino de las musas
me lleva a tan extrañas garatusas?

Las iras del amor y de los celos
pasaron adelante
en uno y otro amante.
Pero Marramaquiz, aconsejado
de sus amigos, remitió el cuidado
al amor de Micilda;
mas como el que tenía a Zapaquilda
era del alma verdadero afecto
aunque disimulada a lo discreto,
andaba triste y de congojas lleno.
¡Mísero del que vive en cuerpo ajeno,
y por un amoroso desvarío
pierde la libertad del albedrío
que no la compra el oro,
porque es de todos el mayor tesoro!
Tenía las mandíbulas de suerte
que era un retrato de la Muerte fiera,
aunque es yerro pintarle calavera,
porque aquella es el muerto y no la Muerte.
La Muerte ha de pintarse una figura
robusta, de crüel semblante airado,
los fuertes pies en una piedra dura,
si no sepulcro en pórfido labrado,
con reyes y monarcas,
hasta el que calza rústicas abarcas;
damas que sujetaron capitanes,
y en ásperas naciones,
por bárbaras regiones
de fieros mamelucos y soldanes;
y pintadas al uno y otro lado
la Enfermedad, la Guerra y la Desgracia,
Parcas que tantas muertes han causado
por tantos deconciertos:
que huesos ya no es Muerte, sino muertos.

No aprovechaba la hermosura y gracia
de Micilda a quitar al pobre amante
la memoria tenaz; que Amor escribe
con la flecha crüel en el diamante
del alma donde vive,
y, compitiendo con el tiempo, quiere
que viva en ella cuando el cuerpo muere.
En estos medios Micifuf intenta,
a su competidor viendo remoto,
por medio de Garrullo, su compadre
que había sido gato en una venta,
pedirla por mujer a Ferramoto,
de Zapaquilda padre.
Propúsole Garrullo,
con prudente maúllo,
las partes de su amigo,
como dellas testigo,
sin otras consecuencias
que atajaban celosas diferencias.
Ferramoto era un gato
de buen entendimiento y de buen trato,
cano de barba y negro de pellejo;
persona que en la verde primavera
de sus años, jamás en la ribera
de Manzanares se le fue conejo,
porque sirvió de galgo
a cierto pobre y miserable hidalgo
que con él se alumbraba;
y de suerte de noche relumbraba,
que pensando una moza que era lumbre
las niñas de los ojos que, brillantes,
en la ceniza estaban relumbrantes,
yendo al hogar, como era su costumbre,
sin pensar darle enojos,
le metió la pajuela por los ojos.
Nunca, sin gesto, gato marquesote
oposición le hizo.
Oyó de buena gana lo propuesto
y del novio galán se satisfizo,
aunque llegando a concertar el dote,
de seca mimbre un cesto
dijo que le daría,
que de cama de campo le servía;
seis sábanas de lienzo de narices,
con algunos fragmentos, por tapices,
de viejos reposteros;
cuatro quesos añejos casi enteros,
y una mona cautiva que tenía,
que hablaba en lengua culta, y la entendía,
sin otras menudencias.
Con estas conveniencias
las capitulaciones se firmaron
y el día de la boda concertaron.

Marramaquiz estaba
en ocasión tan triste,
como por burla y chiste,
jugando a la pelota
con un ratón a quien pescó de paso,
que de un baúl de versos del Parnaso
a una maleta rota,
aunque llena de pleitos y escrituras,
pasaba haciendo gestos y figuras:
tal suele acontecer un triste caso
en medio de la vida,
que no hay seguridad en cosa humana.
Ya con veloz corrida
daba esperanza vana
al mísero animal; ya le volvía;
ya le arrojaba en alto,
mojado de temor, de aliento falto,
y en medio del camino le cogía,
como quien tira al vuelo,
diciendo: “Tente”, como al agua el hielo;
ya con las manos mizas
le daba por los lados
algunos bofetones regalados,
cuando llegó Tomizas,
Tomizas, su escudero, y sin aliento
le dijo el casamiento concertado
de Micifuf y Zapaquilda ingrata;
y sintiendo perder su dulce gata,
dejó el pobre animal que, desmayado,
apenas acertaba con la vida;
mas, puesto en fuga, la libró perdida:
que quien no ha de morir, si la fortuna
revoca la sentencia,
nunca le falta diversión alguna.
En aquella dichosa intercadencia
a Tomizas, en fin, la diligencia
valió una manotada con la zurda,
que, cuando no le aturda,
no es poco para zurda manotada,
que le dejó la cara desgatada:
esto gana traer del mal albricias.
¡Oh, cuanto, Amor, de la razón desquicias
un noble caballero!
Por eso ningún paje ni escudero
se fíe en la privanza,
que es fácil en señores la mudanza,
y el Sol es gran señor, y nunca para;
en rueda más mudable, a la Fortuna
se parece la dama doña Luna,
que nunca vemos de una misma cara.

Dejando la pelota el triste amante,
de celos y de amor perdido y loco,
que la vida y la honra tiene en poco
vino a su casa con tristeza tanta
que se metió debajo de una manta;
y luego, provocado a mayor furia,
de una carrera se subió al tejado;
así, desnudo Orlando, provocado
de no menor injuria
cuando leyó los rótulos del Moro,
que decían: “Amor, que sin decoro
en la buena fortuna te gobiernas,
aquí gozó de Angélica Medoro”,
en el papel de las cortezas tiernas
de aquellos olmos, de su bien testigos,
para el francés Orlando cabrahigos.
Bajó Marramaquiz desesperado,
y entrando en la cocina
sin respeto de Paula y de Marina,
esclavas del ausente licenciado,
como laureles y álamos las mira,
donde Climene por Faetón suspira.
Los pucheros y cántaros quebraba,
vertió la olla en la sazón que hervía,
y llamando a Borbón, “borbor” decía;
y a tanto mal llegó su desatino
que sacó media libra de tocino
que andaba como nave en las espumas,
y si no se le quitan, se le mama.
¡Tanto pueden los celos de quien ama!
Una perdiz con plumas
quiso tragarse, y no dejaba cosa
que no la deshiciese,
por alta que estuviese;
trepaba la lustrosa
reluciente espetera
derribando sartenes y asadores;
y con estas demencias y furores
en una de fregar cayó caldera
(transposición se llama esta figura)
de agua acabada de quitar del fuego,
de que salió pelado.,
Pero viniendo luego
el señor licenciado
dijo que era veneno, que tendría
algún vecino que matar quería
ratones en su casa,
hecha de rejalgar, traidora masa,
y a su servicio ingrato,
por matar los ratones, mató el gato.
Y dijo bien, según los aforismos
de Nicandro; que son los celos mismos
un veneno tan súbito, que apenas
toca la lengua, cuando ya las venas
y el corazón abrasan:
tan presto al centro de la vida pasan;
que no hay frías cicutas ni anapelos
como solo un escrúpulo de celos.
En fin, de ver el gato lastimado,
que le había criado,
envió por trïaca,
que todo venenoso ardor aplaca,
de la magna que hacen en Valencia,
de que tenía una redoma sola
cierto farmacopola.
El gato, con paciencia,
respeto de su dueño,
tomó dos onzas y rindiose al sueño.



De: La gatomaquia del Licenciado Tomé de Burguillos



FELIX LOPE DE VEGA






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