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palabra virtual

El sueño de las escalinatas    
    Editora del fonograma:    
    H.J.C.K.    
por Jorge Zalamea    
Colaboración: Eduardo Ortiz Moreno    
Página web de Voces que dejan huellas    

    Este poema forma parte del acervo de la audiovideoteca
    de Palabra Virtual

Detrás está la ciudad… (El sueño de las escalinatas 2)


Detrás está la ciudad: henchida, clueca, erizada de cúpulas, minaretes y terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo el bordoneo de los tábanos; pasando y repasando su rosario de lunas y de soles a la manera de un fakir encenizado; censando sus caudillos, sus khanes, emires, emperadores y gobernadores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus lamas, y sus imanes; haciendo balance de invasores y contabilidad de lenguas; recitando crónicas, anales y memorias de pestes, incendios, deslizamientos, inundaciones, terremotos, tifones, sequías, guerras y hambrunas; suputando sus muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben hacia el hambre.

En la confusión de los elementos —cuando el aire, el fuego, las aguas y la tierra eran todavía un común hervor—, surgió del légamo el lígam legatario y esparció su quemante esperma, confirmando las inciertas riberas, dando cauce al río y engendrando la ciudad.
Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba, tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces, en torno, como ocelada fiera.

Su rumia secular le repite el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de las primeras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes.

Fermentación bajo el sol altanero; proliferación sobre el humus del río. Y el infatigable conato del hombre por reproducir sus manos pedigüeñas y su boca insaciada. Y su precipitado corazón.

Indiferente al destino de sus criaturas, la ciudad adorna su gran cuerpo polvoriento con pulidos falos de piedra, de madera, de cobre, de hierro, de ladrillo, de oro… por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.

¡Ah! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta permanente; ora pariendo fosos y murallas; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora pariendo palacios y vanas tumbas. Toda cosa parida —hermosa, grandiosa, fabulosa— envuelta en la amarilla placenta del hambre.

Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo milenario expele generaciones como vastas ovadas de renacuajos y pone esos huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de recalentar los hombres y la yerta metafísica del hambre.

A cada vuelta de siglo, se hacen más claras en el clamor de sus criaturas palabras, quejas, gemidos, gritos, alaridos de hambre y súplicas de justicia y de paz. Las siente en sus flancos como leves quemaduras, como fugaz prurito recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón como una barcaza abandonada da tumbos sobre la ola contraria.

Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo místico de las apsaras y el vuelo escandaloso de las guacamayas.

Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas como una lava lenta y escabrosa; extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño de viandas humeantes y divinos visajes.

Consolación de los colores: el inquieto, el incierto, el tímido descendimiento de la muchedumbre por las escalinatas, se afirma e ilumina con las rojas trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo, los visos de un sarí violeta, el breve vuelo de un velo verde y la azorada palpitación de un gran lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.



2 de: El sueño de las escalinatas



JORGE ZALAMEA






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