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Saúl Ibargoyen

 
 

La tijera de sal



Hace tiempo, le contaba, tiempazo que alquilamos una casa grande, cuartos muchos había, techos con cáscaras, nubes aplastadas, cayendo. En el patio del fondo, hacíamos guerras, uno podía morirse las cuantas veces que quisiera. Baldosas como la tierra, coloradas, cuadrados de sangre dura. Al patio, una puerta, cuarto del frente, pieza vacía. No nos dejaban entrar, limpio estaba, esperando inquilino, su letrero que anunciaba disponibilidad. Un día llegó una negra, verdá, como nosotros. Vichó la pieza, halló buena, con luz, dijo. Y el airecito tocando las nubes del techo, alquiló, no supimos por cuánto. Diñero es comercio de persona crecida. Trajo sus malas, bolsas, mesa y tres sillas, cama no exagerada, para medio casal. Una cuna de hamacarse, una guría adentro, bico rosado y nada de llorar. Paquetes trajo, bien atados, la curiosidá no rompió el papel grueso. Uno era gurí chico, de todo cuanto había queríamos saber. Quien no conoce, no vive, ciego queda, ve y nada puede ver. La negra, doña Miúda, salía a trabajar, con el sol por la mita de la mañana. Emperifollada, arrumada con su gracia, blusa, pañuelo y saia corta. El dueño del boliche, en la esquina, era una estatua cuando ella pasaba.
—¡Bon día, seu Poleto!
—¡Bon día, siora Miúda...!
Estatua era, cobre con azul, con rojo, el sol ardiéndole en la cara. Después se entraba a atender gente, comentarios había. Todos los días así, que yo me acuerde. ¿Por qué siempre igual? Lo repetido así, ¿vale? Ella, la negra, estaba de vuelta de noche, la guría sólita las horas enteras. Bico rosado tenía, manos de agarrarlo, berso de se hamacar, un cielo lejos, con nubes. Pensábamos, a esa edá tambéin se piensa, ¡eh!, que la negrita no se aburría, un consuelo. No lloraba ni en joda, baruliño de moscas, un poco, en la pieza. Yo quería ver para adentro, para afuera, uno se cansa. Ahora es al revés, ¿sabe? Pero ya, ¡qué importa!
El ojito de la puerta, tapado con trapo apretadazo, mader ciega. Llegó Miúda, yo queriendo mover el trapo.
—¡Sai daí, desgrasado!
Me apretó el brazo, fuego abajo de las pestañas, se le van a quemar, pensé. Apretó sin que me doliera, tal calida tenía, dedos finos, salí despacio, el patio estaba abierto, la noche también.
—Disculpe, doña Miúda... La guría, tan sin llorar...
Eso le dije, o parece que le dije. Silencio es como viento, desparrama las tantas palabras. Le conté a mis hermanos, eran tres, yo era el más viejo. La puerta quedó cerrada, más que antes, portón se hizo, alto y oscuro. La casa, ya le comenté, era grande, olores de la familia, en los cuartos. Cuadriños del señor Jesús, yuyos de santidá, el señor San Esteban, mirando para arriba, con una tamañaza piedra por caerle en la cabeza, indefenso, ¿por qué? Eramos gente de iglesia, misa de hoy no queda para mañana; no hay novia sin lensol ni domingo sin misa ni sábado sin sol, mi madre decía. Pero, ¿chupábamos anillos de cura? No, ni las patitas estragadas del Crucificado, eso sí que nada de eso. Se cree lo que uno precisa, acreditar demás es necesitar demasiado, el pobre con poco se complica, uno se entrevera de la cabeza. Mi padre estaba para la campaña, para allá fora, seguido. Se sumía en los tales campos, capataz en tierritas de otros, güé, suele ser de ese yeito. Acá es así, unos miran y otros ven. Él, mi padre, hombre como de lejos, algo de blanco en el pelo, verde de ojos, créame, quieto de voz. Lo vi poco, muy poquito, cada tanto y tanto, hacedor de hijos, era. Cuando crecí, y fui creciendo, otros hijos de él encontré, varios eran, a lo Coluna, serán aínda. Verde de ojos, ninguno. Cabeza blanca, menos. De conversa larga, todos, de acercarse. Negros, nosotros sólo. Un tubiano le salió, ¡vaya usté a averiguar de qué barriga! Cada tanto y tanto venía, un hijo cada otro tanto. Mi madre, mujer de esperar y mandar, nos tenía a paso corto, éramos rapasiada como marimbondo, zumba y zumba a cualquier hora. Cuando mi padre venía, colocaba sus miradas para la pieza del frente, con sol o con luna, bombeaba para el cuarto. El portón cerrado, oscuro y fuerte en su marco. Doña Miúda vino una noche, luna bien llena, de luz amarilla, completa. Pidió para mi madre, una tijera.
—La señora disculpe, me perdona, esto precisando -dijo la negra, palabras bein sabidas.
Dulce parecía su piel, ropa distinta traía, me acuerdo. Saia cumprida, larga hasta el piso, blanca teñida en leche, blusa clara, pie en el suelo, desnudo, fuego blanco entre las pestañas. Esperó.
—Aquí tiene la tijera, corta bien, está filosa -dijo mi madre.
Miró para nosotros, los cuatro estábamos, después fuimos dos o tres más, cosas de mi padre, cada tanto, ahora somos de menos. Nadie se iba, doña Miúda agradeció:
—El bon Deus se lembre de la señora. Me la deja por unos días, ¿no es?
—Lo que usté precise y le haga falta, uselá nomás, no hay problema. Dios le dé ayudita en su trabajo.
Al mes justo, según mi madre, pasó aquello de las ventanas. Medianoche era, reló de la iglesia dan, dan, dan, hasta doce. Y las ventanas, de golpe, se abrieron, todas juntitas, batendo y batendo. Y las puertas, cocina, cuartos de dormir, patio colorado. Menos la pieza del frente, ni portón ni ventana. Cerramos todo, ¿quién duerme si se van a abrir bocas entre paredes? Doña Miúda, al otro día, media mañana para sus negocios. El dueño del boliche dueño de la esquina, estatua de cara caliente.
—Bon día, doña Miúda...
—Bon día, seu Poleto...
Mi madre se compró una tijera, qué iba a hacer, estaba preparando unas calsiñas, con marido hacedor de hijos, ¿qué mujer no? Se la pide, no se la pide, jugábamos a morirnos en la guerra, la tal brincadera. Mais, ni un gurí puede morirse todos los días, ni de brinquedo. Uno se aburre, qué noyó de aborrecimiento, las veces. Espadas, fusiles de palo en el suelo, tirados, quebrados en medio del patio vacío. Yo miraba las baldosas, mojadas de lluvia, bien secas al sol, nunca las pisé, nunca les puse las dos patas arriba, ni una marca, pensaba. De tarde era, el calor como fariña trasparente, lo afogaba a uno. La guría lloró, un berro de pronto, contenido, saliendo de ese yeito, con todo. Corrimos hasta el portón, puerta nos parecía ahora. Mi madre vino, rápido, mandando, sin duda ninguna.
—¡Vosés se van daquí, insiguida!
Se largó contra la puerta, mano, hombro, pierna, peso de su cuerpo entero, esperto. A la tercera empurrada, entró, soplando aire caliente. Aproveitamos, entramos tambéin por ese camino abierto.
—¡Coitadiña, loca de hambre, tan solita! Yo le traigo su alimento, su comidita, sisí. Y vosés, ¿qué están haciendo aquí? ¡Vamos para fora, insiguida, rapasiada!
—Alguna ayuda, mae...
Salió, a la cocina, leche trajo, máquina ligera, todo rápido y bien hecho. Le dio su mamadera, garrafiña de cocacola, bico de goma, estirado y desabrido. Trocó pañales, limpió la colita de aquel bichiño, la guría aaah aaah, se durmió, en la boca el otro bico, rosado. Gurí no era, si no, bico celeste, cuestiones que vienen de atrás de uno. Nosotros sentimos fedor, a trapo quemado, a pasto quemado, a algo que debe ser quemado. Mi madre, una mano en mi cabeza, yo era el más viejo, ¿por qué a mí? En un rincón, bien arrinconado, tamaño San Jorge de grande, con velitas de iglesia a los costados, ensartando al dragón, estaba. El dragón de la maldá, que nació con el mundo. Este santo mataba, santo bien macho, el jodido San Esteban se llevaba su pedrada en la cabeza, nunca entendí, le juro. San Jorge miraba fijo para el dragón, perro verde con alas en punta, cola de víbora enroscada, patas de lagarto, lengua doble tenía, colorada en su fueguito. Después que lo mata, ¿qué hace? ¿Qué hace el santo sin su dragón? Pregunta de gurí, ¿quién la contesta?
Mi madre se hizo más rápida, pero despacio. Nada perdía de lo que allí estaba. Ramitas de matacaballo, redondeles pintados, más velas derretidas, el fuego les habían quitado, sangre amarilla que se oscurece. Cuecas había, atadas con cintas, perfume de mujer en el olor que tenían. Yo sí, me di cuenta, de eso sí, ella procuraba calzoncillos de mi padre, a veces se perdían, tantos viajes y ropas para lavar en el limpiadero. La tijera estaba también, rodeada de sal, porque usté sabrá que la sal, tiene su fuerza para la lluvia. Y la tijera, pensé de gurí, agora mismo pienso, ¿qué cortaba, qué cortará?
—¡Vamos, vamos, gurisada, tudo mundo pra fora!
Salimos, la guría durmiendo atrás del portón alto. Barriguiña llena, espíritu bien contento aunque duerma. A las horas, volvió doña Miúda, con un ojo escuchaba, con el otro veía. Llamó a mi madre, que se iba, mañana mesmo me voy, nadies me toca lo mío, nadies se mete en mis asuntos. Temprano se fue, había conseguido un carrito del bolichero, estatua moviéndose fue el hombre esa mañana.
—Le pago hasta fin de mes, eu pago sempre, siora, sí -dijo, palabras de sabiduría.
—Muito béin, doña Miúda.
—La siora pase béin -dijo, yéndose, la negra.
—La siora tambéin, y la guría, tan bonitiña...
—Hasta loguiño, siora...
—Bon día, seu Poleto.
El carro dejó de hacer barullo, mi madre ya estaba en el cuarto. Todo limpio, como para alquilar, esperando inquilino, el cuarto del frente. Lo único, la tijera, en el suelo, abierta en cruz, puntas y ojos para los cuatro rincones del mundo. Y dos líneas de sal, cruzándose, tapando el tornillo de la tijera, ¡qué mano esperta la tal doña Miúda! Había también bolitas de matacaballo, de comer y reventar, ¿estarían para eso? Pregunta el gurí bobo, la sal para la lluvia, la tijera, ¿qué cortaba? Mi madre, rápida de escoba y de brazo, nada quedó, un olorcito a ervas quemadas, nada feo, abrimos la ventana, ruido y aire de la calle, sol rebotando en los morros. Pusimos un cartelito: “Se alquila” “Alúgase”. Nunca más alquilamos nada, un cuarto tan alto, con cielo interior como una iglesia, su luz de respirar, su airecito movido. Una sola vez más, al tiempo, noche justa por la mitá, noche con lluvia, dan dan dan, las campanas de los señores cueras, se abrieron las puertas, las ventanas. Mi madre corrió al cuarto del frente, el portón se abrió en sus manos, separó la ventana en dos pedazos. Yo llegué zumbando, marimbondo oscuro, cuando ella, mi madre, salía. Cansada estaba, me di cuenta.
—Venga, meu filio Joaquim, vamos a dormir… Ya está todo cerrado…
—Ya voy, maisiña, primero al patio, a hacer chichi.
Pisé las baldosas casi negras, mojadas, secándose. Dejé salir mi lluvia, una gota larga, sin color en la oscuridá. ¿Quién coró el agua del cielo, con qué tijera cortó? ¿Quién abre y quién cierra tanto vidrio y madera? Pregunta de gurí chico, pregunta de hmbre grande, digamé usté, ¿quíen la contesta?



De: Cuento a cuento (relatos completos), Grupo Editorial Eón / Centro Universitario de Tijuana, México, 1997.


 

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