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Saúl Ibargoyen

 
 

Cometas de Viernes Santo



Fui subiendo por aquel cerro, morro de los Estados, con su lomo chato, un ventiño que no soplaba, quemado por el sol de la media mañana. Muchas gentes también trepaban, cuánto probrerío, viernes santos era. Ruido de charlas, risadas sin saber por qué, algunos de ropa béin limpiña, los pelos acomodados, baños de caneco se notaban. Aguas precarias habían corrido, dando santidá a tanta piel gastada, oscura de sudor, cansada de conocer los aflojes del hambre. ¿A qué iba yo? Cargaba mi montón de pandorgas, mis manos como fábricas, trabajé las semanas enteras, tú te acuerdas béin, sí: dedos sin capataz juntándose con las formas, los colores, los hilos, las cañitas finas que había visto de gurí. Antes nunca había hecho ese servicio, no tenía aprendido ser un sabido de tal yeito. Tuve muchas sin hacer ninguna, de esas cometas béin armadas, fortes, levantadas contra todos los aires del viento. Una vez sola, o dos, armar no es hacer, me parece, armé una: dos palitos cruzados, papel de envolver, engrudo espeso, una cola corta, cadena de trapos que fueron camisa, corbata, pantalón. Olores de hombre y mujer ya estaban perdidos, fedor de mugre quedaba, sólo. Las cosas también recuerdan a su modo, las memorias son distintas en la cabeza, ¿no es? De aquella pandorguiña, me acuerdo del piolín azul colgando del cielo. De lo demás, los nombres que ya dije. Las que tuve después vinieron de otras manos, tantas que hice volar, no eran propias de mí mesmo. Me las daban un momento, porque yo sí entendía de alturas: los que no saben, miran, calculan el largo de la piola, que el marimbondo no se lastime, que la bomba no reviente, que el roncador haga su ruidito, que el morsego asegure sus alas en el día, que el pájaro sea más que pájaro. Yo medía la luz entre los ojos y la curva del cielo, más que las nubes iba midiendo. Por eso las pandorgas volaban bien lo lejos, devolvía el palo corto con el hilo enrollado. Algún nicle me daban, monedas de poco precio, para personal de pandorgas caras trabajaba yo, los que no fabrican y pueden comprar. Para otro asunto era, en verdá, mi servicio: para ver los colores brillando en aquellos bichos que se olvidaban de la tierra. Colores allá arriba, por mí. Yo era gurí bien poco de estatura, brazo flaco, medio barrigudo: con los años fui distinto. ¿Quién no es? Anduve por otros oficios. En una escuela perdida entre esos ranchos, entre las patas del cerro, una mestra me enseñó a dibujar mi nombre que llevaba encima. Primero le preguntó a mi madre:
—La señora tiene que decirme el nombre del gurí..., del niño.
Mi madre, la desgraciadita, nada de falar. Tres veces preguntó la mestra, mujer un poquiño sudada y con paciencia. Llamó a mi padre, a mí me pidió que fuera.
—Señor Coluna, quiero saber el nombre enterito de su gurí..., de su hijo.
—Joaquim, nomás... -dijo mi padre, nada en las manos quietas. Enseguida se fue, sin costumbre de formar palabras ¿qué más podía decir? Me hicieron sentar en una silla, cuaderno como mesa, lápiz puesto en la mano izquierda, cañoto siempre fui, de eso no me curo.
—A ver, niño Joaquim, hágame esas letritas, están aquí, en el pizarrón, no tenga miedo. Jota... -decía la mestra, sudando en aquellos calores.
¿Cómo un dibujito tenía un sonido adentro? Nunca pude entender diso. Me sirvió el oficio de gurí de escuela. Ansí pude colocar mi nombre en cada pandorga: Joaquim Coluna. J. Coluna, Jota Coluna, Fábrica Coluna, según fuera dando lugar el espacio ¿tú te acuerdas béin, hé? Lo bravo es empezar por el nombre, después es ir poniendo la corneta todita alrededor. Algunas veces me pasó, salieron figuras raras, jodidas de vender, hay gente que no quiere lo que no es. Hasta un hombre pude armar, difícil fue hallar las cañas largas, cortarlas, pulirlas como huesos lisitos. Papel y nailon puse en su carne liviana, ropa y piel hechas de lo mesmo, lo mesmo eran. ¿Cómo dos pueden ser uno? Misterios de las pandorgas.
—Igualsiño al señor- me dijo la Miriña, llegando de pronto.
¿Te acuerdas, verdá? El ojo puesto en mí, desde que empecé con el trabajo, de antes no la conocía, agora tocaba los hilos sin sangre ninguna, las luces coloridas danzando en el cuerpo vacío.
—Muy prolijo, don Coluna, usté sí que hace todo béin resolvido...
Y pasaba la mano por la cara, el pecho, las piernas de aquel hombre que no era yo, que era tan igual a mí mesmo, que llevaba mi nombre para leer. Las pandorgas en la vereda, paraditas contra la paré o aguantándose entre los árboles temblones, nada de espaldas en el suelo, quietitas, esperando dueño, con un airecito que les viajaba por los flecos de cada costado.
—Barata no es, si está béin fieta, no sé. Tiene mi nombre, mais nada -le dije.
Casi estrago una cañita, casi rompo un pedasiño de papel amarelo, casi misturo los hilos con los flecos. El hombre resistía la mano corriendo por su esqueleto flaco, palpando las plumas de náilon, separando un color de otro color. Seguí en el trabajo ¿te acuerdas de esos tiempos? Dos días para viernes santo.
—Don Coluna, su hombre no usa corazón. Con tanto servicio, seguro que el señor ni se dio cuenta -la voz de la Miriña soplando en el pecho abierto.
—Mais, mosiña tan simpática, eso es sólo figura. Palitos, papelsiños, piolines sujetando lo que no dura mucho. Esta Miriña...
Dejé que los dedos trabajaran solos, obreros sin patrón, quéin sabe si con salario. La forma estaba en todo lo que tenía visto, de gurí, de ese momento, de agora. Porque el tiempo es río parejo, un agua por aquí más fría, un agua por allá más caliente. Como el viento, como el mesmo aire es, por donde caminan las cometas: unas volando, otras remontando, unas caídas, otras haciéndose. Yo andaba en hacerlas, dos días nomás para viernes santo.
—¿No me la vende, don Coluna? -la voz de la Miriña movía un hilito suelto, sin nudo.
—Vender, sólo a los fregueses, los que pueden y pasan. Si algo sobra, vendo en el cerro de los Estados, con tanta gurisada queriendo. Usté, Miriña, clienta no es. Amiga de estos días...
—Yo puedo pagarle, don Coluna. Pandorga tan bunita, pienso que es so pra mí. ¿Usté no halla, lo mesmo? -la voz en el hilo sin atar.
—Bunita no acredito, es porque usté la mira, porque habla de ella. Si es igualsiña a mí, linda no debe ser, no. Distinta, sí, a las demás cometas. La Miriña agarró un papel, béin colorado, vermelio, rojo hasta lo negro.
—Hágale el corazón, aquí tiene el engrudo, se lo pega, que no se escape.
Los dedos hicieron todo aquello, béin rápido, cerraron el pecho con dos huesitos delicados, alzaron al hombre, terminado estaba, lo entregaron a la Miriña. ¿Cómo no hacer lo que uno hace?
—Muito obrigada, seu Joaquim. ¿Cuánto debo al señor?
—Póngale usté mesma lo que vale -dije como pude decir.
Me dolían con un ardor, los dedos, en la punta, querían seguir haciendo. Lo terminado no debe terminar. ¿Por dónde empieza una pandorga: por el hilo que se cruza y se mezcla, por las alas moviéndose, por el vuelo?
—Nos vemos en el cerro, después que el hombre vuele, le digo. No es mal probar primero ¿qué piensa el señor?
—Tá béin, mosiña, hallo yusto iso. Yo hago todo menos el aire. Pandorga boa, voa sosiña, sin mano de quien la hizo.
—¿Sosiña? -dijo la Marina, se abrazaba al hombre como a un árbol - ¿Y las manos de hacer remontar, de hacer volar, no valen para usté?
—Valen, sí, tudo iso presta.
Ella abrió un poquiño la boca ¿te acuerdas béin cómo?, para decirme que sonreía, que no volvería a encontrarme hasta el viernes santo, dos días, en el morro aplastado, a la entrada de la ciudá. No quise ver cómo se iba. Agarré unas cañitas medias verdes, suaves de tocar, corté a lo largo, saqué lo que no importaba, elegí colores, ya no me gustaban, papel contra papel puse, lo distinto, con el mejor hilo tejí las distancias de aquella figura, sangre de las manos me saqué, veía lo que no veía. Muy tarde me fui para la casa, suerte tuve, algo había vendido. Al pasar, compré una cerveza en el boliche, la garrafa en la mesa tomé despacito, a trago apretado, afirmado en el vidrio frío, sacándole su piel de agua. ¿Cómo todo se parece a todo? Dos días más de dale y dale, fabricando, vendiendo, estando en la vida. El viernes santo, por la mita de la mañana, marché para el cerro, cargando mis cometas, colocando alguna por el camino. Dios da una sola oportunidá, y a veces se descuida. El diablo regala muchas, y todas las aproveita. ¡Qué diabluras haría Dios si el diablo le permitiera! Fui subiendo entre la tantísima gente nerviosa y gritona, apurada. ¿Para qué tanto lío? Aires del viento siempre habrá, y manos que hagan pandorgas. Todo aquel día estuve en lo mío, que era lo de todos. Vendí bien, quedé sólo con dos. Una se la di de gratis a un gurí, los ojos muy agrandados, ni agradeció ni miró para mí: lo nuestro era sólo de él. Gurí es gurí, uno comprende. Menos gente ficaba allá encima, el cielo estaba lleno de un viento amarillo. Miré y vi mucha pandorga muerta, las pobresiñas enredadas en los postes grandes, en los cables duros, en las ramas como víboras de escama blanda, en el suelo, rotas de tanto pie por arriba, de tanta piedra, hasta el aire a veces las volteaba de golpe. Miré más, sabía lo que buscaba. Allá béin abajo, estaba el hombre, caído en un charco de colores misturados, los huesitos, béin quebrados, un hilo suelto en el pecho vacío. Allí llegué, revolví entre el cuerpo, encontré el pedasiño donde tenía mi nombre. Agarré la pandorga que llevaba, la última, la mujer, la mosiña que había hecho con el mejor hilo, con colores de papeles que nunca había usado, con cañitas medias verdonas, jóvenes, con las manos que habían tocado aquello que agora estaba estragado, tan quieto. La puse, la acosté al lado del hombre muerto. Pensé en hacerla remontar, volar por las alturas del viento, hasta que no tuviera más. Subí al lomo del cerro, sin ver la vi a la Miriña, sólita, gente ya no había, ni gritos, ni risas perdidas, pedazos de pandorgas sí, casi no daba para caminar. Le alcancé la caña pulida donde estaba mi nombre.
—Le pago lo que no me debe, mosiña. Es mi yeito de pagar.
No vi que lloraba para ver que lloraba. Agarró lo que le di, lo dio vuelta, a uña nomás fue dibujando sus letritas. Miriña puso, béin clariño el nombre mojado. Después me tocó los dedos, el dolor de las manos, los brazos, el pecho abriéndose en su camisa blanca.
—¿Te lembras, Miriña, te acuerdas béin cómo bajamos de juntos el cerro, aquella noche de viernes santo?



De: Cuento a cuento (relatos completos), Grupo Editorial Eón / Centro Universitario de Tijuana, México, 1997.


 

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